Por: Dr. Ricardo Gil Otaiza, Presidente de la Academia de Mérida.
El ser humano es capaz de un amor universal e incondicional
que constituye la utopía de toda la vida personal y social y
también su móvil secreto. Es la contribución que el
cristianismo y las religiones en general han traído a la
meditación ética.
Leonardo Boff
EL CUIDADO NECESARIO (1)
ES FÁCIL CAER EN EL REGODEO en torno de una crisis que nos golpea en lo más profundo de nuestro ser. Es fácil exclamar “¡no puedo!” porque todo me lo impide, porque el país está trastocado, porque carecemos de esto y de lo otro, que intentar abrir un recodo, un espacio para la esperanza. Y digo esto, porque como sociedad muchos sentimos que estamos consumados en el mal, que la fuerza de quien nos oprime es mayor a la nuestra, y además apoyada en las armas y en la oscuridad. Y como argumentos son válidos, transijo, desde la razón, desde lo fáctico, desde lo empírico, pero no desde el amor de Dios, que siempre nos ha dado claras señales que nos fortalecen en la esperanza, cuando más nos aprieta la soga y sentimos que pronto caeremos exánimes sobre el fango.
No en vano Benedicto XVI, hoy papa Emérito, a propósito del salmo 122 nos recuerda, que en él “Se expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para para derramar dones de justicia y libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números: “ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz””. (2)
Vista así, la esperanza es un don divino, que no solo nos consuela en momentos difíciles y de dolor, sino que se erige en camino de salvación. Una salvación a la que podremos atender en toda su magnificencia, o que podremos ignorar también en medio de la bulla del mundo, que nos ensordece y obnubila los sentidos hasta el punto de la completa indiferencia y el vacío, porque, como nos los recuerda con insistencia el ya citado salmo en la voz del papa Emérito: “Estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos”. (3)
Pero el desasosiego y el rencor nos atenazan una y otra vez hasta caer en la tristeza. Como ciudadanos estamos “saciados” de promesas rotas que nos hunden una y otra vez en la desesperanza. Sin duda, requerimos, necesitamos, anhelamos la intervención de Dios en estos momentos cruciales para nuestras vidas, cuando nuestro mundo interior (y de relaciones) se hace añicos, cuando nuestras familias se desintegran en una diáspora inaudita y tremenda, cuando vemos un cielo nublado y sin posibilidad alguna de redención. ¡Oh, Dios, qué te has hecho!, gritamos a todo pulmón en medio del desvarío.
Ahora bien, a la “saciedad” de la que nos habla Benedicto XVI, que es a su vez la “saciedad bíblica”, se opone “una intolerable saciedad, constituida por una cantidad exorbitante de humillaciones. Y nos consta –agrega el autor– que hoy también numerosas naciones, numerosas personas realmente están saciadas de burlas, demasiado saciadas del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos”. (4)
Nuestra sociedad, sin asomo de duda, está enferma hasta el hartazgo de medias verdades, de simulaciones, de burdas estratagemas de la mentira, porque desde el ángulo de lo lingüístico la “saciedad”, de la que nos habla Ratzinger, es “la hartura producida por satisfacer con exceso el deseo de algo”. (5) Ergo, exceso de poder, de impostura, de imposición, de intolerancia, de irrespeto, de sublimación de la falsedad hasta el extremo de lo inaudito. Pero nos recuerda Benedicto XVI, a propósito de los funerales del cardenal Monduzzi, que “Como a los discípulos, también a nosotros hoy Jesús nos dirige su exhortación de afrontar las vicisitudes de la vida con plena confianza en su presencia misteriosa, que nos acompaña en todos los momentos, especialmente en los más difíciles”. (6)
Nos urge, amigos, un espacio para la esperanza, y en este punto la iglesia es crucial. Y cuando hablo de la “iglesia”, no me refiero tan solo a los clérigos, a los religiosos, que por oficio están llamados a ser constructores de esperanza, sino también al pueblo. A los hombres y a las mujeres de a pie que son la iglesia en su completitud. Tampoco me refiero solo a la iglesia Católica, sino a la comunión interreligiosa. Es decir, a todos los bautizados en los distintos credos, que por distintos (y a veces antagónicos) no dejan de ser respetables y necesarios para no caer en la endogamia enfermiza y ciega. El diálogo interreligioso solo será posible en la medida en que dejemos de lado nuestras posiciones a ultranza, cerradas en sí mismas, para abrirnos a nuevos espacios en los que complementariedad sea pieza clave en la edificación de un futuro libre de atavismos y de supuestos y preconcepciones, para internarnos en la pluridimensionalidad del espíritu humano.
A modo de digresión deseo traer en este preciso punto a un teólogo suizo, compañero de estudios de Joseph Ratzinger, aunque su detractor intelectual (en lo filosófico y teológico), y quien fuera obligado a alejarse en 1979 de las aulas universitarias de la Universidad de Tubinga en donde enseñaba Teología Ecuménica, por disentir de los criterios emanados del Vaticano, me refiero a Hans Küng, quien ha desplegado una intensa labor intelectual a lo largo de varias décadas, y en su obra titulada Lo que yo creo expresa sin ambages algo en lo que considero deberíamos reflexionar con calma y seriedad: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones”. (7) Cuya premisa, como valor universal, la podríamos perfectamente extrapolar al contexto de nuestra nación, lo que nos permitiría un trabajo mancomunado entre las iglesias que aquí hacen vida, en pro de alcanzar el sosiego y la justicia social que tanto anhelamos.
Sin embargo, y volviendo a nuestras ideas centrales, nadie escapa a los ramalazos de la crisis, al estupor frente al quiebre de lo establecido; a sentirse mecido de alguna manera por los vaivenes de una incertidumbre que pasó de ser coyuntural a permanente. De hecho, numerosos clérigos se han marchado del país en la búsqueda de nuevos derroteros existenciales, con el anhelo de retornar algún día para ser parte de la generación de la reconstrucción nacional. En otras palabras: la iglesia, en su concepción genérica, es humana y está sujeta también a los dictámenes de la dinámica humana, solo que como comunidad cuya vida debe girar en torno de ciertos principios y valores, no solo de orden religioso, sino también éticos, está impelida a ser sal del mundo, guía en el desierto, portento en medio de la secularización que amenaza nuestros días con el vacío espiritual y existencial.
No obstante, y por más que nos esforcemos desde las ciencias, desde el intelecto, desde las artes y, por qué no, desde la política en su más noble concepción, para los cristianos no habrá espacios para la esperanza, nos lo dice el autor revisitado en estas páginas, sin “una fe sólida en la palabra de Cristo (que) es el ancla de salvación que nos ayuda a vencer las dificultades aparentemente insuperables y nos permite vislumbrar la luz de la alegría también más allá de la oscuridad del dolor y de la muerte”. (8) Ni más ni menos: la esperanza puesta sobre los hombros de quien venció la muerte.
La esperanza nos llega de Cristo, como don a partir de la fe, y con ella la alegría de vivir, pero la construcción de los espacios que hagan factible su materialización en el ahora, único tiempo posible según Proust, solo será una realidad dando el salto cualitativo desde una actitud contemplativa, hacia una fe viva, traducida en obras, que sea fermento, no solo de lo divino, sino también de lo fáctico. He aquí el meollo del asunto en un contexto anómalo como el nuestro, en el que todo emprendimiento queda sujeto a las férreas leyes de lo imposible y de la sinrazón. Priva el desvarío.
La iglesia, por la fuerza de las circunstancias presentes, tendrá necesariamente que empinarse por sobre la realidad, otear el horizonte y desde su larga experiencia milenaria (en nuestro caso y en el de otros hermanos es así) para buscar resquicios, hendiduras, boquetes a través de los cuales se cuele la esperanza como sinónimo de cambio social, porque esperanza sin cambio trascendente es mera abstracción y utopía.
Surge entonces una interrogante: ¿es posible aprender la esperanza? Ratzinger nos dice al respecto: “Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme (…), Él puede ayudarme”. (9) La oración es milagro, es comunicación directa con la divinidad, y en ese “intercambio” somos escuchados y son atendidas nuestras súplicas y necesidades. “El modo apropiado para orar, nos recuerda Benedicto XVI en su Carta Encíclica Spe Salvi, es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás” (10). No contento con tal premisa, el entonces Papa agrega: “Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, (…), muy personal, una confrontación de mi Yo con Dios, con el Dios vivo”. (11) Al hacerme “capaz” de Dios y de los otros, lo soy también para construir espacios en los que la diversidad, el respeto, la alegría y la tolerancia sean baluartes y no excepciones en medio del mundo.
Ahora bien, además de la oración como portento sobrenatural, “el actuar y el sufrir” son caminos para el aprendizaje de la esperanza nos lo dice el hoy papa Emérito. Es precisamente en este aspecto en el que los cristianos, y los creyentes en general, debemos prestar mayor atención, porque el mundo es una realidad objetiva, es un actuar permanente, es una dinámica que busca metas y objetivos que forman parte de nuestros sueños y de nuestros anhelos como fracción de existencia y de eternidad. La vida es presencia activa en el mundo y desde sus mismas raíces construimos lo que ha de venir, lo que seremos luego. Decíamos párrafos atrás que la esperanza sin acciones es utopía, pues, bien, con el actuar y el sufrir (que todo proceso humano conlleva) los ciudadanos damos el salto de la abstracción a la realidad, y nos hacemos parte y copartícipes del mundo de relaciones. Agrega nuestro autor: “Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. (…): colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro”. (12)
Si el aprendizaje de la esperanza no está alimentado por la esperanza que nos llega de Cristo, todo esfuerzo será vano y muy pronto sucumbiremos ante las dificultades. En palabras de Ratzinger: “Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza”. (13)
¿Estaremos los venezolanos ávidos, hambrientos, huérfanos de esperanza? Creo que la lección es clara: la iglesia tiene aquí un papel muy importante por realizar. En la medida en que nos sintamos fortalecidos por la fe en el que todo lo puede, que nos insufla ese hálito universal que denominamos Amor, que es en sí mismo un “don”, en esa misma proporción estará la fuerza de nuestras acciones y los frutos que obtengamos de ellas en lo personal y en lo colectivo.
Sí, a menudo nos fallan las fuerzas, sentimos que estamos a punto de sucumbir, de caer presas de la inacción y del vacío, de creer que nuestras ejecutorias son vanas frente al mal, que hemos arado en el mar (como lo pensó un Bolívar desengañado en su lecho de muerte), pero de pronto nos llenamos de ímpetus desde los dones y reconocemos ya exánimes, a punto de perecer en el esfuerzo, “que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia”, nos recuerda Ratzinger (14).
En otras palabras: somos instrumentos de la divinidad en la ejecutoria del devenir y de la historia, de allí nuestra necesidad de aprender la esperanza, de fortalecernos en ella, de buscar aquí y allá la fuerza que nos llega de lo alto para la comprensión de nuestro papel en el mundo, y de cómo hacernos copartícipes en la construcción de espacios más humanos, en los que se respeten la dignidad de las personas y sus inalienables derechos que, no por ser universales, son reconocidos y acatados en todo el orbe.
Con respecto al dolor y al sufrimiento, los cristianos no podemos ser indiferentes con quienes sufren. La sociedad venezolana es sufriente y esto es un hecho incontrovertible, claro y profundo, aunque algunos se empeñen en negarlo. Los índices de desarrollo humano entre nosotros son sencillamente una vergüenza planetaria. En este punto un tanto incomprensible para la mentalidad occidentalizada, diría con Ratzinger que “Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”. (15) Si me apuran diría, que una sociedad en la que sus gobernantes son factores claves en la profundización del sufrimiento humano, porque lo azuzan y lo prolongan hasta límites insospechados, y en la que los ciudadanos se prestan al juego de la expoliación del otro (valiéndose del hambre y la necesidad), no solo es cruel e inhumana, sino profundamente mórbida.
En este orden de ideas, para que el sufrimiento pueda ser aceptado por el otro (acota Benedicto XVI) se requiere hallar en él un sentido, “un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza”. (16) No se entienda esto como una autoflagelación, a la usanza del medioevo, sino el poder hallar en medio de las vicisitudes propias de la vida, espacios para la esperanza desde el reconocimiento del otro; lo que en las ciencias sociales llamamos con el feliz término de la empatía. Quien es empático, no sólo sabe ponerse en la piel del hermano, sino que desde su propia realidad contribuye para que cese el sufrimiento y se alcance pronto la felicidad. Entre nosotros lo llamamos compasión cristiana, que no es otra cosa sino el fomento del amor desde los reveses y las dificultades inherentes a la existencia de los hombres, hasta convertirlos en auténticas posibilidades de redención humana.
Cierra Benedicto XVI su larga reflexión, con el juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza, que es sin mayores preámbulos, la espera de la justicia de Dios que allane para siempre la brecha del dolor en el corazón de la humanidad. Nos dice el autor al respecto: “Sólo Dios puede crear justicia y la fe nos da esa certeza: Él lo hace”. (17)
Reflexión final
La Iglesia Universal tiene un inmenso reto en nuestra sociedad: generar espacios para la esperanza en medio de la duda atávica, de la incertidumbre y del hartazgo existencial. Hallar un punto de equilibrio entre el ateísmo y el teísmo, como pretendieron los filósofos de la Escuela de Fráncfort, suena atrevido, pero no solo es posible, sino también necesario, en una sociedad que va a pasos acelerados hacia un nihilismo feroz, que amenaza con dejarnos en el vacío de la fragmentación y del extermino de la fe, que implicaría, ni más ni menos, la anunciada muerte de Dios y, con ella, el vacío total y la más acendrada y profunda deshumanización.
¿Podremos como iglesia asumir tamaña empresa?
El momento es hoy para comenzar a construir una respuesta. Venezuela en su tragedia presente no da tregua ni deja espacio para la indecisión. Amigos, es ya o no lo será nunca. Que el pensamiento del gran papa Emérito Benedicto XVI nos ilumine el camino.
Así sea.
Dr. Ricardo Gil Otaiza, Profesor Titular (J) de la Universidad de Los Andes, Presidente de la Academia de Mérida.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
NOTAS
(1) Leonardo Boff. 2012. El cuidado necesario. Editorial Trotta. Madrid, España.
(2) (3) (4) Benedicto XVI. 2006. Enseñanzas de Benedicto XVI (1 – 2005). EDIBESA. Madrid, España.
(5) Real Academia Española. 2001. Diccionario de la Lengua Española. Editorial Espasa Calpe, S.A. Madrid. España.
(6) (8) Benedicto XVI. 2007. Enseñanzas de Benedicto XVI (2 / 2006). EDIBESA. Madrid, España.
(7) Hans Küng. 2011. Lo que yo creo. Editorial Trotta. Madrid, España.
(9) (10) (11) (12) (13) (14) (15) (16) (17) Benedicto XVI. 2008. Carta Encíclica Spe Salvi. Librería Editrice Vaticana. Caracas, Venezuela.