Por. Dr. Eleazar Ontiveros Paolini
¡Olor a fiesta brava! ¡Olor a pasodobles,
Fandangos y bulerías! ¡Olor al palpitar
De las emociones compartidas!
Afectos de los laureles deseados.
Ansias de compartir con devoción
Los triunfos de aquellos que
Arrebujados de luces multicolores,
Tocados de fortaleza espiritual,
Subyugan, anteponiendo
La espera de la gloria deseada,
Al temor y los vaticinios,
Así sean presagios de la muerte.
Lo Inquieta el aislamiento.
Añora la encantadora
Libertad en los pastizales de la dehesa.
Se agita exigiendo aire puro.
Quiere mantener intacta la energía,
Que ha de poner en juego con el fervor
De pronunciar la vanidad de su bravura.
La mantendrá para que logre la gloria
Aquel que lo enfrente eludiendo
Sus enhiestos cuernos, al desplazar
Con suavidades de amapola,
El ir y venir presumido del capote
Y el encanto hipnótico de la muleta.
Envestirá sin tregua, una y otra vez,
Ante la insinuación del movimiento,
Pretendiendo herirlo sin compasión,
Con el ímpetu genético de su señorío.
El sol, sabiéndose protagonista
Indispensable del espectáculo,
Cae con portentosa entrega,
Sobre la inmutable arena.
Esta espera estoica a quienes
La profanarán una y otra vez,
En la combinación indolente
Del hombre y de los astados,
Mancillándola con sangre fresca.
Los tendidos, abarrotados, multicolores,
Sudan copiosos el goce de la espera,
Libando en la leyenda de las botas,
El vino que exhala el presagio
De una tarde que se hará heredad,
Impresa en el recuerdo perdurable.
Una música seductora y una bataola
De voces alzadas sin partitura alguna,
Claman su presencia. Comprende
Que nadie podría atreverse a robarle
Ser el primer actor en el espacio
De una escena conjugada de
Valor, prestancia, garbo y seducción.
La puerta del toril se abrió
Como boca expectante que cual vaho,
Lo instiga a ir hasta la luz que
Plena se muestra en todo su esplendor.
Hacia ella fue veloz, poniendo en juego
La contundencia de su musculatura,
Amasada al sojuzgo de atávicos genes,
Mimados desde siempre por quienes
Se dedicaron a criarlo con devota entrega.
Cerca de la puerta alguien le punzó
El morro, colocándole una roseta de colores.
Luego, con la sangre hirviendo corrió
Veloz y majestuoso por la arena,
Dándole dos vueltas al redondo
Y cerrado espacio, acompañado
Por la admiración de quienes nuca habían
Visto un ejemplar con más trapío.
Después de su frenética carrera y de arremeter
Contra uno de los burladeros, se paró en el centro,
Percibiendo erguido el frenesí
Que despertaba en los tendidos.
Permaneció estático para que todos
Apreciaran a plenitud su perfecto fenotipo.
Gran alzada, cuerpo largo y agalpado,
Encornadura prominente y afilada,
Bello albahío de color blanco amarillento,
Con un morro prominente que auguraba
El ágil tercio de los rehiletes
Y la precisión visual del hoyo de las agujas.
Parecía estar posando para una escultura
De Benlliure o una pintura de Diego Ramos.
El diestro, mocetón de unos 22 años,
Desde el burladero observa sin perder detalle,
A quien debe enfrentar poniendo en juego
Las lecciones aprendidas desde niño en una vieja
Escuela Sevillana que le inculcó arte y valentía.
Era alto, de una delgadez estilizada y cintura
De bailarina de ballet; vestido con un traje
De color morado y lentejuelas verdes y rojas.
Sus ojos intensamente negros, sus pobladas
Cejas y el pelo ligeramente ensortijado,
Hablaban de su estirpe gitana.
El corazón le palpita y golpea acelerado.
Sentía en lo más hondo de su ser que iba
A enfrentar al mejor astado que jamás
Hubiera visto en su ir trashumante
Por los ruedos de España y América.
Conjeturaba, dados sus muchos éxitos,
Que envestiría sin tregua una y otra vez.
Se persignó con devoción. Antes,
En la capilla de la plaza, como buen andaluz,
Rezó fervoroso y luego colocó delante
De la virgen un rosario de plata, a la vez
Que le dedicaba su faena al Dios Undebel,
Pidiéndole protección y que la sabiduría
Le permitiera una faena de pureza tal
Que conmoviera la sensibilidad ansiosa
De las entrañas de una afición
Siempre a la espera de un algo prodigioso.
Sabía que en ese momento, como
Sucedía cada vez que figuraba en los carteles,
Su mujer en compañía de los tres hijos
Rezaba allá, en la inigualable Sevilla,
En la Catedral de Santa María,
Pidiéndole devota protección
A la Virgen de los Reyes, de la hiniesta gloriosa.
Salió del burladero con garbo, expresando
La gallardía de quien se enfrenta a la muerte
Para satisfacerse a sí mismo y a los que
Llevaban en la sangre afanoso apego
Por una fiesta que les resultaba inefable, dado el
Espectro de melifluos arrebatos que brotan
De profundidades insondables.
Tenía dos alternativas: triunfar y entones recibir
El aplauso generoso, el reconocimiento amoroso,
Los trofeos codiciados, o fracasar, teniendo que oír,
Saliendo de miles de gargantas irritadas,
Una algarada de protesta, de rechazo y de molestia.
Detallando fijamente a “Serpentinero”.
Sabiendo que le era inevitable por propia voluntad
Enfrentarse al ímpetu de la bravura, notó
Que lo escrutaba como se inquiere lo desconocido.
Presto abrió en su plenitud el capote y lo citó.
Obtuvo, para su alegría, una respuesta inmediata.
Le dio una primera y primorosa verónica,
Desplazando tan armoniosamente el capote
Que parecía se iniciaba un ballet aprendido
Desde siempre. Sin inmutarse, sin mostrar
El más mínimo cansancio, respirado sin agitación,
El toro respondió una y otra vez al llamado del diestro,
Que parecía una efigie que no movía los pies,
Concentrado en desplazar con armonía el engaño,
Acompañado cada pase de un pronunciado “ole”,
Señal inequívoca de que todo estaba saliendo
A pedir de boca; que estaba satisfaciendo el pedido
Indiscriminado de una multitud que ya era suya,
Que le pertenecía, con la ayuda de un astado
Que pasaba y regresaba de inmediato,
Sin desviarse, como si de un tren se tratara.
Remató la primera tanda de seis pases
Con una estupenda navarra
Y una segunda con una voluptuosa chiquilina
Y una tercera con una gaonera y una cuarta
Con una colecerina y una quinta con una tallaferra.
Terminó el tercio con intensas verónicas
Pareciendo que el capote iba hasta el infinito.
Era una locura, los aplausos y el griterío
Insistente, se elevaban al cielo.
Algunos dejaron escurrir unas lágrimas.
Las mujeres, con molestia de novios
O de los maridos, tiraban besos soplando las manos.
¡Torero! ¡Torero! “Torero!
¡Matador! ¡Matador! ¡Matador”
Muy pocos habían toreado tanto con el capote,
Pero estaba seguro de que en nada influiría
La armónica prolongación. Había toro
Para completar más de un faena.
El astado ni siquiera se apreciaba agitado,
Burlando con su energía cualquier cansancio.
Cerró el capote y dándole la espalda al astado,
Camino hasta el centro de la plaza
Con la seguridad de tener el cielo nimbado
Entre sus manos, arrebujándolo de esplendidez.
Esperó la salida de los dos picadores,
Montados en caballos de percibirle fortaleza.
Ubicadas las monturas en su sitio,
De nuevo abrió el capote y como si de una
Suave danza ensayada con el toro se tratara,
Hizo el quite llevado su soberbia pareja
Con armónico y simétrico columpiar del capote,
Hasta enfrentarla a uno de los inquietos caballos.
Luego detrás del astado, distendido, se dispuso a evaluar
Los efectos esperados de la pica en la cruz del astado.
“Serpentinero” embistió al llamado del picador,
Arriñonándose al caballo sin querer soltarlo,
Señal inequívoca de la primacía de su casta.
Él miraba con atención, precisando
Si la puya lograba la efectividad
De humillar la cabeza del astado y si había algún
Sangramiento que previniera un infarto.
Satisfecho, le indicó al picador que era suficiente,
Que aflojara la pica al constatar que todo
Se había cumplido como mandan los cánones.
La trompeta y los timbales cambiaron el tercio.
Pensando que el espacio era solo suyo
Y que merecía el embrujo de un pasodoble,
Decidió poner los tres pares de banderillas.
Al solicitarle el primer par a un subalterno,
La banda hizo vibrar los corazones
Sumiéndolos en la hadada efusión de lo febril.
Lo vieron empinado en la punta de los pies y
Dando pequeños saltos, con los rehiletes
Alzados al cielo, logró que el toro viniera
Y él, a su vez, corrió hasta que la cercanía
Le permitió clavar al quiebro en el prominente morro,
En forma perfecta, dos adornos blancos.
La gente enloquecía. Todo era diferente:
Puro, limpio, ejercicio de sabiduría y valor.
Con elegancia puso con igual perfección
Los otros dos pares, el segundo al recorte
Y el tercero, de vivos colores rojos,
A la maviola, estimulando la locura.
En cada par los aplausos enrojecían las manos,
Las gargantas ardían al potenciarse los oles
Y las botas se vaciaban con premura,
Estimulando el hadado espectro de las emociones.
Los garapuyos avivaron al astado,
Augurando una embestida sostenida y alegre
En la escena central de la corrida: la muleta,
Previa al juego icástico de la vida y de la muerte.
Parsimonioso, oyendo el silencio respetuoso
De los aficionados, con el capote sobre el brazo,
Se dirigió a la parte del ruedo
Que quedaba frente a la presidencia.
Con respeto, quitándose la montera.
Pidió el permiso requerido.
La cuadrilla mantuvo el toro
Lejos de su humanidad.
Con gallardía, galanura y donosura
Se dirigió al centro del ruedo poco a
Poco, como si caminara levitando.
Al llegar se quitó la montera y estirando el
Brazo a los tendidos, giro recibiendo
El calor del sol en todo su cuerpo.
Los brindados, henchidos de gozo,
Aplaudieron hasta más no poder.
Se agachó y colocó la montera boca abajo.
No quería dejar nada al azar y menos
A un posible llamado a la mala suerte.
El toro estaba cerca de las tablas.
Lo incitó y después de dos doblones,
Flexionado las piernas en armonía,
Se decidió a darle una tanda
De derechazos que por la suavidad
Parecían ser obra de alguna divinidad.
De nuevo, con la derecha hizo sentir
En cada aficionado la embriaguez.
Se retiró del toro y luego lo citó logrando
Predesianas, colocando la espalda
Peligrosamente a la vista del toro.
Se sintió enamorado de la nobleza
De “Serpentinero” que seguía envistiendo
Con la misma anergia que mostró al
Salir al ruedo corriendo sin saber adónde.
Hizo una pausa y de nuevo la derecha
Se desplazó con clásica delicadeza,
Rematando con un perfecto pase
De pecho que como manto protector
Cubrió de sombra la cabeza y el lomo del astado.
Siguió un remate de desdén y mirando
Fijamente los ojos del animal, tomó la muleta
Con la izquierda, la mano de la verdad.
Le ofreció al toro su humanidad y
La menor superficie de la muleta..
El ganadero, absorto en el callejón,
No podía creer lo que estaba viendo,
Era el gran triunfo de su vida.
Lágrimas de alegría enjugaron sus mejillas.
De nuevo citó con la izquierda.
Tuvo la sensación de que su oponente
No disminuía los ímpetus, que por el contario
Parecía estimularse al fallar una y otra vez
Las cornadas sobre el engaño.
Remató la tanda con un suave pase de pecho.
Una tanda más con la izquierda,
Aumentaba lo que ya era una histeria colectiva.
Nueva tanda y un remate con un trincherazo.
Y siguió toreando como una estatua animada,
Incapaz de moverse de donde estaba parado,
Hasta que pasado un tiempo increíble y
Habiendo hecho todos los pases conocidos,
Apreció que el toro empezó a cojear del
Pie derecho y las envestidas perdieron rectitud.
Sintiendo el deber de evitar que desluciera
Después de haberse mostrado como ninguno,
Buscó el estoque que le ofrecía
El subalterno, pero antes de desenvainarlo,
Sin que nadie lo solicitara, el Presidente
De la Comisión Taurina, mostró con placidez
El pañuelo que autorizaba el indulto.
Respondió el público con un prolongado
Y sonoro aplauso a pesar de que las
Manos ya ardían de tanto hacerlo.
La madrina lo llevó mansamente a los corrales.
Intacto repartiría su semen por todas
Las ganaderías, como semilla genitora
De fortaleza y bravura.
El gitano recibió simbólicamente
Dos orejas y el rabo. Saldría al término
De la corrida, sin la menor duda, en hombros
De hombres que así le agradecían el regalo
Que en tan hermosa e inolvidable tarde
Les había dado a manos llenas.
Dio una apoteósica vuelta al ruedo.
Fue una verdadera locura: hombres tirando
Uno a uno sus sombreros, sus botas y las mujeres
Sus ramos de claveles rojos que pintaron
La indiferencia de la arena.
Solo se detuvo cuando al pasar frente
A la reina de las ferias, hermosa morena
De amplia y espléndida sonrisa, le lanzó un
Ramos de claveles a la vez que lo besaba.
El beso fue retribuido impregnando
En el ramo que regresó a las manos
Emocionadas de la conmovida muchacha.
Ella sonrió de nuevo, sintiéndose
Más reina que nunca. Jamás olvidaría aquel momento.
Los timbales y tambores anunciaron
La salida del segundo astado.
A nadie parecía importarle lo que
Sucediera con los otros cinco del encierro.
Todos estaban satisfechos con lo que
Habían visto y sentido la seducción de una faena
Que se haría indeleble en ese sentimiento
Casi religioso por la más bella de las fiestas.
Eleazar Ontiveros Paolini
Mérida, julio 2019