Por : Dr. Eleazar Ontiveros Paolini

CAPÍTULO IX

SE INICIA EL PERIPLO

Leonardo, como nunca le había sucedido, pues estaba acostumbrado a levantarse a eso de las cuatro de la mañana, comprobó en el reloj de pared que le había regalado el  Profesor, que eran las 10. Pensó, ya que sentía la cabeza del tamaño de un balón, que todo se debía al hecho de haber apurado más de una copa de vino, a lo que no estaba acostumbrado. Fernando no paraba de roncar. La rata se entretenía oyendo el concierto respiratorio del profesor. De seguro también era efecto de los duendes escondidos en el vino. Sus padres, apurruñados, recostándose uno al otro, dándose calor mutuamente, permanecían dormidos.

Salió, aspiró el espeso aire queriendo meter en él todo es espacio que lo rodeaba; era como si quisiera llevar una huella indeleble que lo acompañara día a día en el futuro. Las mariposas aparecieron una vez más. Luego de apreciar que las montañas empezaban a mostrarse en su majestuosidad por efectos del sol que diluía la espesura de la neblina, decidido se dirigió a la quebrada. Su transparencia era mágica. Siempre pensó que debía venir de las entrañas de una montaña celestial. Como lo había hecho tantas veces, y se sentía cómodo con ello, se desnudó para meterse en el agua. Pocos serían capaces de sumergirse en agua tan fría, con unos ocho grados de temperatura, pero, y así siempre lo apreció, la costumbre permite adaptarse a todo. Además, se sentía acariciado por las aguas frías que con generosidad lamían su cuerpo, generándole una sensación de plenitud. Esa misma sensación, pensó, pero más tibia, debería ser la que se sentía con las caricias de una mujer, a pesar de que nunca había tenido una en sus brazos. Pero ▬ se dijo ▬, por lo que había leído, que el sexo era algo instintivo, aprendido por los hombres desde los tiempos de su origen. El cerebro ordenó de inmediato la erección, pero se contuvo, también los libros le habían dicho que era inconveniente masturbarse muy seguido, y ya lo había hecho al despertarse, como resultado de los efectos del vino. Recordó que el profesor Florencio había intentado muchas veces meterse al agua. Y  que, incluso, en  días de pleno sol, al nomás sentir el frío quemante en los pies, desistía y se conformaba con esperarlo en la orilla, plácida sábana de un verde obligado, interrumpido en su continuidad, dándole un espectro sugestivo, a intervalos muy pequeños, por numerosas matas de Tabaco Morado y de Salvia. Para poder bañarse, el viejo profesor  colocaba cerca de la orilla tres piedras, de manera tal que sostuvieran una olla llena de agua y con leña, difícil de encontrar, la calentaba. Cuando comprobaba que tenía la temperatura adecuada, con un pote iba jabonándose y lavándose a un ritmo sostenido, para evitar que el agua se enfriara, cosa que pasaba muy rápido. Aun estando en el agua, las mariposas revoloteaban por sobre la cabeza de Leonardo, en un ritual animal que ni él ni el profesor terminaban de entender.

Mirando ensimismado las montañas ya pintadas de nieve y visibles en todo su esplendor, Leonardo, como siempre, tuvo la sensación de que el frío no le producía ninguna sensación desagradable ni apremios de ninguna naturaleza, ya que estaba acostumbrado a plenitud y sabía que en eso, en especial en la respiración, jugaba un papel importante el mayor número de glóbulos rojos que se producían en las personas que vivían a cierta altura,  compensándose con ello la menor cantidad de oxígeno en el ambiente. Le fue inevitable imaginarse lo que sería su futuro. A pesar de lo que el profesor le aseguraba  y de entender que en éste privaba la fue fe, la estimación que le tenía y la decisión de pensar en lo mejor para él, augurando un futuro exitoso, no dejaba de imaginarse lo incómodo que se sentiría compartiendo con tanta gente, cuando las relaciones con sus congéneres eran casi nulas. Era como si hubiera tirado una pesada ancla y esta lo retuviera en un ambiente que Dios había decidido para él y que nunca dependió de su voluntad. La pregunta que ya le había hecho antes a Fernando, le bailaba a ritmo de avispa en la cabeza ¿No sería visto en cada caso como un especulador que utilizaba un don dado por Dios con toda generosidad, para hacer plata? ¿Podría soportar a aduladores, periodistas y figurones que lo acosarían sin misericordia para quien sabe qué fines? ¿No olvidaría al cambiar de ambientes y verse encarcelado en auditorios, teatros, estudios de televisión, todo lo memorizado? ¿No sería toda la notoriedad que pudiera alcanzar una expresión de vanidad, de soberbia? ¿Todo era necesario? ¿No era prudente renunciar a las propuestas del profesor antes de dar los primeros pasos? ¿Lo apreciarían por su valor intrínseco y humano y no sólo por la diversión que daría y la admiración de que podía ser objeto? ¿No era eso lo que le pasaba a los payasos de los circos? ¿Si su capacidad la consideraba una verdadera iluminación, sembrada por el influjo divino, era aceptable su utilización especulativa? Dimensionó que estaba sumido en un juego emocional nunca antes sentido, sin solución aparente.

De pronto, sin embargo, en contradicción inevitable, lo acariciaba, aunque de manera muy tenue, la idea de alcanzar un mundo que a lo mejor podría satisfacerlo. Pero, de inmediato, las dudas lo acosaban de nuevo, gritándole que lo que estaba pensando no era conveniente; era sólo una tentación que de absorberlo lo llevaría a un mundo de precariedades que si bien podría cubrir con el dinero, no dejaría de aguijonearlo hasta la desesperación. Quiso pensar en algo diferente, pero no pudo. Su decisión iba con inexorabilidad a determinar el futuro. No podía eludir la evaluación de cada una de las alternativas, sustentándola con sus convicciones. 

Estaba sumido en sus cavilaciones, cuando por sobre su cabeza, a poca altura, lo que resultaba inusual, pasó rauda una hermosa águila Capote ¿No sería un presagio? ▬ se preguntó ▬. Le había oído al viejo curandero, don Artemio, cuando hablaba con sus padres de las cosas de este mundo y del de más allá, que cuando el águila volaba por sobre la cabeza de algún mortal, dada su majestuosidad, su vitalidad, su orgullo, su agudeza visual, su fortaleza y libertad, era de buen augurio y presagiaba muchos éxitos. Recordar las palabras del viejo Artemio le dieron cierta tranquilidad y al contrario de lo que pensaba con anterioridad, trató de ver algo positivo, es decir, la posibilidad de lograr el éxito en función de su capacidad,  aunque no sabía que espectro de situaciones diferentes irían moldeando una nueva vida…De pronto, como un ramalazo de emotividad, se imaginó que lo porvenir sería una bella vida para él, el profesor y su familia. En aquel mismo lugar, se dijo entusiasmado a la vez que diseñaba posibilidades en su cerebro, haría una hermosa y cómoda casa al lado de la quebrada, para sus padres y llenaría de ovejas sus propiedades, las cuales podía ampliar comprándole a los vecinos su tierra, lo que no resultaría difícil, dada la tendencia de éstos a emigrar a los pueblos, a aventurarse a la ciudades grandes, en procura de mejores condiciones de vida…Tal suposición pareció aplacarle sus aprensiones, aunque dimensionó con preocupación que aquellas espacios de belleza singular, de aire puro, fueran  abandonados, a lo cual sin quererlo ayudaría por efecto del dinero que le permitiría extender sus propiedades. El águila, en ese momento, desplegando su belleza y majestuosidad, se perdió camino a las montañas a velocidad increíble.

A sabiendas de que Leonardo estaría en la quebrada, Fernando, al despertar un tanto mareado por el guayabo y con cierto ardor en la vista, decidió ir a su encuentro. Resultaba necesario decidir de inmediato el regreso, y qué de lo que había en la casucha se llevarían. La camioneta no daba para mucho. Supuso que lo que le importaba al muchacho eran los libros, pues no podían dejarse a arbitrio de la intemperie y con los cuales haría banquete la rata cuando le faltaran las migajas que le tiraban después de cada comida.

▬ Qué tal el agua, Leonardo ▬ preguntó el profesor dejando escapar con cada respiro una bocanada de nubosidad blanquecina ▬ al llegar al sitio en el que éste gozaba de su baño. Mirándolo fijamente, como queriendo escrudiñar lo que pensaba, notó que en el muchacho aun persistían las preocupaciones resultado de que no hubiera tomado todavía una determinación definitiva. No podía imaginarse y era reiterativa esa preocupación, que al mundo le pasara desapercibido lo que mente tan privilegiada había logrado, y menos por el hecho de que Leonardo no dimensionara tal posibilidad de manera positiva. Se sentiría culpable si lo proyectado no se concretara.

▬ Hoy esta buena, muy buena. No está tan fría. Anímese y trate de sentir la vitalidad que da el agua a bajas temperaturas ▬ insinuó Leonardo procurando de ser convincente, a la vez que chapoteaba el agua con sus pies, apoyado en una piedra ▬. Por otra parte, según lo he comprobado, al salir, los vasos se dilatan produciendo un calor muy agradable. ¡Métase para que saque el ratón y podamos, luego, preparar el viaje! ▬ dijo animado, riendo con picardía.

Fernando se animó. Después de pensarlo dos veces, se desnudó y de un sopetón, pues no habría podido hacerlo por partes, se tiró al agua. Sintió que miles de agujas le entraban en el cuerpo, pero casi de inmediato apreció que lograba algún tipo de adaptación y que, efectivamente, el baño resultaba tonificante. La cabeza, antes a punto de explotar, recuperaba por efecto del baño la tranquilidad. Duraron en el agua unos diez minutos, sintiéndose parte de la naturaleza que los rodeaba. Era una sensación estimulante, como si allí se pudiera detener el tiempo sin siquiera percibirlo.

Acostados, desnudos en la orilla después de salir del agua, haciendo descansar la cabeza en las manos ahuecadas detrás de la nuca, mientras recogían el sol con su piel, se pusieron de acuerdo respecto a los pasos que darían de inmediato y a conjeturar, a la vez, las posibilidades futuras. La manada de mariposas, era inevitable, en calidoscópico vuelo, mezcla de alas blancas, rojas, celestes, moradas y amarillas, rondaron por unos minutos sobre los distendidos cuerpos. Leonardo, dado, una vez más, el asombro del profesor por tan hermosa visión, le explicó que las mariposas eran muy comunes en el sitio y que siempre se veían revoloteando en grupos numerosos, como si se protegieran en mancomunidad de algún depredador.

Fernando estaba convencido de que para ellos  se abría un mundo de éxitos. No descartaba, pero eso no lo comentaría con su pupilo, que dados los nuevos valores de la sociedad, la gente pudiera considerar las presentaciones como ya lo había dicho el muchacho, una simple diversión,  una manera de matar el aburrimiento. Como hombre estudioso, sabía a ciencia cierta que la cultura, lo intelectual, estaba banalizado y lleno de frivolidad. Le preocupaba, pues ya conocía la manera de pensar de Leonardo, que si así lo apreciaba sin restricciones, podría negarse a las presentaciones que tenía programadas, con lo cual sus planes se volatilizarían, perdiéndose en la nada. Pero, se dijo con animada seguridad,  trataría de que todo se llevara a cabo en instituciones que todavía pudieran apreciar y dimensionar con propiedad el valor cierto de los conocimientos adquiridos por su pupilo…Estimaba que tenía la posibilidad de lograr la aceptación definitiva, si era más convincente, razonando en adelante con mayor originalidad y propiedad. Se sentía tranquilo.  Sabía que no se estaba enfrascado en convencer a Leonardo a emprender la aventura por las posibilidades económicas implicadas, sino movido por lo que consideraba el deber de mostrar al mundo algo que de alguna manera, había ayudado a concretar.

Se vistieron y emprendieron el regreso a la casucha. En el camino, Leonardo fue recogiendo flores de Bandera Española, Lupinus, Coloraditas y Pensamientos. Le explicó al profesor al éste preguntarle para qué las recolectaba, que se trataba de dejar el ramo en la tumba del profesor Florencio, esperando su permanente protección. Al llegar a la ésta, Leonardo depositó las flores con devoción a la vez que se arrodillaba y rezaba un padre nuestro. Fernando lo acompañó devotamente. En el profesor se acentuó la apreciación de que el muchacho era un ser sensible y que por tal debería ver la vida con entonaciones poéticas. El cielo empezó a encapotarse con nubes grises que presagiaban lluvia. Deberían apurarse. El camino, gredoso, se hacía peligroso por lo resbaladizo y obligaba a ir muy lentamente. Leonardo se imaginó en ese momento, sintiendo como un ramalazo, si es que el éxito lo acompañaba, la hermosa tumba que le haría, de mármol y con cruces de plata, al profesor Florencio, de manera tal que su espíritu vigilara con comodidad el ambiente, en un espacio de descanso digno de su bondad.

Amontonaron en orden los libros en la parte posterior de la camioneta, dejando todo lo demás en la casa. La rata, como sabiendo lo que sucedía, se asomó a la puerta en el momento mismo en que el vehículo emprendía el regreso. Era como si quisiera despedirlos. Los músicos ya se habían ido. La consabida bandada de mariposas, agitación acostumbrada de colores, revoleteó por sobre la camioneta y los acompañó unos diez minutos. Pasada una hora de sentir en la cintura y los riñones los saltos que daba cada momento el cansado vehículo, llegaron a la casa de los padres de Leonardo, cuando el cielo se desbordó y dejó caer su precipitación. Como era costumbre, todo se anegaría. La Madre, de inmediato, se apeó y diligente se dirigió a la cocina. Tenía suficiente harina para hacer algunas arepas y guardaba algo de queso de cabra para rellenarlas. Además, haría un fresco de mora, único posible dado el hecho de que la fruta se daba silvestre en especial recostada sobre los muros de piedra y en las cercas de alambre de púa que inútilmente pretendían delimitar espacios. Colocó la leña, luego untó un papel con aceite y lo colocó debajo de los leños. Encendió un fosforo, lo tiró sobre el papel y en minutos las llamas se hicieron propicias. La vela colocada frente al Cristo de la pared, languidecía. Colocó una nueva a la vez que se hacía la señal de la cruz. A Fernando le resultaba un tanto dificultoso respirar pues el humo priorizaba el ambiente. El viento empezó a rugir con cierta intensidad, hablando de ser dueño de los espacios parameros.

Comieron con avidez, manteniendo una amena conversación, en la cual el profesor trató de explicarles a los padres de Leonardo y a los músicos, que los esperaron, con lujo de detalles, el esfuerzo excepcional hecho por Leonardo durante tanto tiempo y de las muchas carencias que tuvo que enfrentar, para lograr algo que ningún otro hombre en el mudo, aseguró con fruición, según sus conocimientos, había  alcanzado. No disimuló su entusiasmo al darles a conocer que el muchacho y la región serían conocidos en todo el mundo. Que no tenía ni una pisca de duda respecto a lo que se lograría en el futuro inmediato. Creyó que reafirmando las posibilidades, en Leonardo se iría diluyendo la idea de desistir, de renunciar a enfrentar lo que se había programado y ayudaría a que sus padres lo entusiasmaran.

Terminado el consumo de las arepas, los músicos decidieron regresar de inmediato. La pesada noche, escuálida de luz lunar, se apoderó de los espacios, cumpliéndose un ritual ecuménico de uno de los decires cotidianos de los siglos. El chofer y el profesor se acomodaron en el pasillo, frente a la cocina, acostándose en dos cueros secos, que nunca faltaban en las casas campesinas para los visitantes e incluso para los moradores habituales. Demetrio, pretendiendo aplacar el frío, que arreciaba inmisericorde a pesar de que la puerta y la ventana estaban cerradas,  atizó con nuevos  y largos leños el fuego en la cocina. Las llamas largas y temblorosas que salían de los maderos, calentaron el ambiente al ritmo de la crepitación, permitiéndoles pensar en la posibilidad de conciliar el sueño con cierta apacibilidad. Sombras fantasmagóricas se reflejaban en las paredes, al ritmo amorfo de las llamas. La lluvia arreciaba según se apreciaba por el fuerte golpeteo en el techo, pareciendo tener la fuerza suficiente para de pronto derrumbar la precaria casa. Las ovejas se oían a lo lejos, balando su indefensión. La pequeña ventana abierta al exterior, sin capacidad de contención alguna, pues los ímpetus de la ventisca  habían desprendió la tela que se pretendía muralla, era un volcán de frío, precipitado al interior en intermitencias de ráfagas que imposibilitaban conciliar el sueño, por lo menos de inmediato.

Leonardo no podía dormir, pero por causas diferentes a las del frío, al cual estaba acostumbrado desde que nació. ¡No! Era que las dudas seguían horadándolo. No tenía recelos acerca de poder enfrentar a cualquier público con éxito, salvo que algo inesperado perturbara su memoria, pero le faltaba precisar con propiedad, se dijo una vez más, si podría adaptarse a un mundo en el que el interés parecía concentrarse en la apropiación de bienes materiales, dejando lo espiritual de lado, delegado a los que con rogar a Dios compensan las deficiencias que resultan de sus propias incapacidades.

Pero a la vez, y esto ya era reiterativo, también existía la otra vertiente. Apreciar la fragilidad de la casa en la que había nacido,  las limitaciones a que estaban sometidos sus padres por no poder gozar  de algunos comodidades en cuanto a la vivienda, la comida e incluso la diversión, lo hacían pensar que él, si desde al día siguiente seguía el programa propuesto, podría revertir esa mengua. Sin quererlo se recriminó una vez más, en tautológico ritornelo que se hacía cacofónico. No podía desconocer la sabia sentencia de su padre en cuanto a que la felicidad era mayor cuando menos necesidades se tenían. No había leído acaso en la Biblia aquello de que primero entraría un elefante por el ojo de una aguja que un rico al cielo ¿No era esta parábola, pensó dejando escurrir lagunas lágrimas, una consideración divina respecto a las ambiciones; que daba a entender que la abundancia y la riqueza vulgar, podrían determinar inúmeras limitaciones al espíritu, llevándolo a valorar más las posesiones materiales que la esencia misma de lo humano?

A pesar de sus cavilaciones, el sueño se apoderó de su cuerpo y su mente… Se vio en un gran auditorio, en una ciudad que no podía precisar, con miles de personas esperando expectantes que pudiera decir con precesión la acepción de las palabras que  un jurado conformado por diez ancianos con  barbas canosas, pelo largo y mirada inquisidora, fue seleccionado durante un tiempo que resultaba interminable. Llegaba un momento en que los ancianos presas del cansancio se dormían; luego un algo inmaterial lo llevaba en vilo hasta su casucha, y lo obligaba a comprobar en su diccionario si las acepciones dadas en la presentación, eran ciertas.  De inmediato, era llevado en las alas de miles de mariposas de su casucha al auditorio. Los ancianos estaban de nuevo despiertos. Se repetían las preguntas hasta que se dormían. De nuevo era llevado a su refugio y así sucesivamente. Luchaba por detener el ir y volver a lo mismo, pero le resultaba imposible, hasta que ya cumplidos cientos de periplos, una hermosa mujer de pelo color oro, ojos de profundidad marina, labios carnosos y cuerpo esbelto, hacía desaparecer por arte de magia al auditorio con todo  y los ancianos, y luego se lo llevaba en andas, hasta un mullido lecho de nubes en que lo hacía suya, sin poder tomar en ningún momento la iniciativa.

Se despertó sobresaltado. El sueño que había tenido era extraño y algo importante debería estarle dando a entender. No logró precisar nada. Se lo daría a conocer al profesor con lujo de detalles, quien, a lo mejor, podría darle una interpretación.

Salió  de la casa y se paró en la entrada a mirar lo que la neblina, ya un poco ida a pasos cansinos, le permitía ver del entorno, asiento de toda su vida. Esperaría que los demás despertaran para emprender el camino hacia un destino que le seguía resultando  incierto. Las mariposas parecían haberlo estado esperando. Danzaron un rato por sobre su cabeza y luego se perdieron por la vía que llevaba la quebrada. Aquello era extraordinario; no lo creía. Nunca había visto mariposas revolotear dentro de  la neblina. Se quedó pensativo. Algo le estaban diciendo. Las ovejas ya  despiertas,  de seguro esperaban, dado su instinto animal, ser ordeñadas. De niño, muy pequeño, solía jugar con ellas; corretear hasta el cansancio. Fue duro el golpe que le causó la muerte de una que habiendo nacido atrofiada, se convirtió en su favorita. Nunca tuvo un juguete mejor. Aunque sabía que era inevitable que sus padres aprovecharan la carne, no quiso ni siquiera verla cuando fue servida. Pensaba que en ello había cierto grado de antropofagia, pues siempre la consideró como la hermana que nunca tuvo. La cortina de nubes, por fin y para su satisfacción, como si fueran las cortinas de un inmenso escenario, se abrían para darle paso al sol, su luz y su tibieza. Eran las ocho. Si no estaban listos los despertaría. Él ya había preparado sus bártulos. No fue necesario, su madre, luciendo el vestido que guardaba desde hace muchos años, regalo de Demetrio cuando cumplió veinte años, tenía cincuenta, mostraba en todo su esplendor la triste realidad de la pobreza. Pero ella reía, siempre lo hacía; nuca hubo en su cara ni un rictus de amargura. Presentía, cosas de madre, que su muchacho triunfaría y todo podría cambiar para mejor. Demetrio salió de inmediato, sosteniendo en una mano su pequeña y roída maleta. La colocó en la entrada y con premura, sin decirle nada a nadie, corrió hasta el pesebre. No se iría sin ordeñar las ovejas. Después de hacerlo, trajo la leche en un tobo, entró a la casa, la calentó y volvió a la puerta para repartirla en una olla en la que todos bebieron. Fernando lo hizo a regañadientes, no estaba acostumbrado a un ritual tan gregario.

▬ Estamos listos ▬ grito el profesor a la vez que buscaba con la vista al chofer ▬. Si arrancamos ahora vamos a llegar temprano y eso es bueno pues podemos hacer algunas diligencias.

▬ Ya voy ▬ contestó el chofer gritando desde el pozo séptico ▬ estoy terminando una diligencia que sólo yo puedo hacer. En unos minutos nos vamos. Menos mal que el sol salió. El camino no estará muy resbaloso ▬ agregó gritando entusiasmado.

Subieron al vehículo. La doña delante y atrás Leonardo, su padre y Fernando. Sintieron desde ese momento la incomodidad de espacio tan estrecho. Demetrio, a pesar de que casi siempre había hecho el recorrido a pié, sabía de la incomodidad de hacerlo el jeep. Se santiguaron.

El desvencijado vehículo, tosiendo su vejez, aceptó los apremios del suiche que tuvo el chofer que mover varias veces hasta poder encender el motor. Fernando se había dado cuenta de que los cauchos estaban muy lisos y que no tendría nada de raro que uno de ellos reventara. De paso constató, para aumentar su preocupación, que no se veía repuesto alguno. Aunque llevaba poco tiempo en la región, se había dado cuenta precisa de que la despreocupación era parte del sistema de vida que allí prevalecía. Parecía que nada los apremiara, que aceptaban las cosas como vinieran y que el tiempo y los horarios poco importaban. Pero lo aceptaba sin extrañeza alguna. Sabía todo lo relacionado con el relativismo cultural

Después de hora y media de traqueteo incesante del vehículo, que parecía desarmarse en cada salto que daba por lo irregular del camino, llegaron a una carretera medio asfaltada. Todos respiraron con tranquilidad. A Leonardo se le pasó un mareo que lo venía acosando y hasta le había provocado ciertas ganas de vomitar.

▬ De aquí al pueblo, señores ▬ informó el chofer mostrando satisfacción ▬ estamos a unos dos kilómetros. Quiero llegar pues ya no aguanto las ganas de empinarme una dos cervezas bien frías en la bodega de mi compadre Rigoberto, a quien llaman ▬ para que lo sepan ▬ “cara el sapo”, por tenerla muy grande. Nadie se rio por la ocurrencia. El profesor la calificó como una falta de respeto, aunque ya se había dado cuenta de que en la escuela todo muchacho tenía un mote y lo llamaban por él, sin decir nunca su nombre.

A los lados de la carretera, bordeándolas de verdor, sobresalían grandes pinos entre los cuales cantaba el viento sus canciones de caricias. Por entre ellos, en la profundidad, se veían casas bien construidas, con tejas y pintadas con colores muy vivos: rojo, azul, morado, verde, sin ningún orden cromático preestablecido. La visión panorámica era de una belleza sin igual. Se dibujaba como un espacio paradisíaco, pues un verde intenso, esparcido en la grama como arpegio de color, sólo era interrumpido por las construcciones, algunos jardines de sugestivo colorido frente a ellas, cercas de madera limitando cada parcela y matas de muy baja altura, que parecían cumplir el papel de vigilantes.

▬ ¿Y esos pinos que bordean el camino? ▬ Le preguntó el profesor al chofer ▬ ¿Quién los sembró? Tengo entendido de que no son árboles autóctonos, propios de la región.

▬ ¿Y qué vaina es esa ▬ preguntó el chofer con cierta timidez ▬ Yo nunca había oído palabra tan complicada.

Siempre dispuesto a enseñar, Fernando, armándose de paciencia le explicó:

▬ Se llama así a lo que es propio de una región y no traído de otra parte como sucede con los pinos.

▬ Que yo sepa, fue un ingeniero de la Universidad llamado Luis y con un apellido un poco raro que no me recuerdo cual era, Farquer o Farber, una vaina así. Él estuvo viniendo con camiones cargados de pinos pequeños y con la ayuda de los vecinos y de unos técnicos del ministerio, logró cubrir los dos márgenes de esta carretera. Es una bonita entrada al pueblo por esta parte. Me acuerdo que cuando terminó de sembrase el último, se armó una parranda del coño. Pago todo por la alcaldía y algunos hacendados. Nunca el pueblo había comido y bebido tan abundante. Fue una pea colectiva. Hasta el señor cura, hecho el pendejo, agarró su tontina con whisky del bueno, de ese que mientas doce años.  Y al señor Alcalde, un hombre muy serio, lo tuvieron que llevar a dormir cuatro hombres, dos de los cuales lo agarraron por las patas y los otros dos por los hombros. Cuentan las malas lenguas que doña Margarita, su esposa, no le habló durante dos semanas ni le dio de aquello.

Nadie rió, sólo el chofer emitió una gruesa carcajada llena de vulgaridad.

▬ ¿Y esas casas tan vistosas, de quiénes son?

▬ De los agricultores ricos y es que eso de cultivar papa, zanahoria, ajo o apio da dinero que jode. Es tanto que se dan el lujo de cambiar sus camionetas todos los años. Lo malo es que no participan casi de la vida del pueblo y sólo se les ve en la misa del domingo, a las seis. Por lo menos, dan buenas limosnas, lo que le permite al cura tener lo suficiente para mantener todo en orden. Y no se diga cuando sus hijos son bautizados o hacen la primera comunión.

Entraron al pueblo por la calle llamada “Libertad”, nombre que impuso, dada su insistencia, el  maestro Amílcar, muerto ya hacía años, que según contaban era un comunista empedernido y mantuvo lo que podría llamarse una batalla campal con el viejo padre Aristóbulo, ya retirado y descansando en una residencia construida expresamente por  del arzobispado en la capital, para curas retirados. Pero a pesar de sus diferencias ideológicas, para asombro de todos, formaban una pareja invencible en dominó, y a veces, aunque el cura no asistía, hacían una vaca para jugar a los gallos. Parece, decían, siempre es el oficio de las malas lenguas que no faltan en ninguna parte, que se tenía la sospecha de que se encerraban en la casa cural a apurar sus buenos tragos de brandy. Pero, y era lo que divertía a la gente, el cura hablaba mal del comunista es sus homilías y Amílcar mal del cura en las reuniones de amigos en el billar de Porfirio, en las que siempre se ingería cerveza y miche con profusión, lo que es muy típico en los  pueblos de la región, casi detenidos en el tiempo, en donde a los paisanos sólo les  importaba el presente, el día a día, y no mucho el futuro.

Fernando y Leonardo, un tanto confundidos, apreciaron la claridad de los razonamientos del chofer y la manera diáfana de contar las cosas. De seguro algo había estudiado.

Después de recorrer las dos primeras cuadras, llegaron a la plaza Bolívar, así se llama en todos los pueblos del país, centrada por un busto del prócer, corroído por los años y sostenido en una columna de cemento, desgastada, con seguridad, por los fuertes orines de borrachitos que amanecían todos los días tirados en la grama. Como era invariable, la torre de la iglesia, aguda y pareciendo perforar el cielo, sobresalía por sobre las demás construcciones que rodaban la plaza. Al lado derecho la prefectura y una especie de mercado de misceláneas, “El Centavo Menos”, cuyo dueño era el señor Rafael Uzcàtegui; a la izquierda, la casa de don Pancho Ribera, el más rico de los hacendados, único que no vivía en las afueras, y una llamada casa comunal que siempre estaba vacía. En la parte inferior, frente a la iglesia, la pensión de doña Cornelia, única posibilidad de dormir y de comer para los visitantes. Al lado derecho de la posada el billar y al lado izquierdo una tienda, la del señor Arístides Guevara, que vendía todo lo relacionado con la agricultura y que cambiaba sus artículos por zanahorias, papas y apios que luego negociaba en Delicias, un pueblo grande, vía a Rubio,  con unos 4.000 habitantes y con un mercado amplio. Allí compraban, por lo ventajoso del cambio de pesos a bolívares, los colombianos que atravesaban la frontera sin ningún problema y vendían sillas para montar y demás aperos.

El vehículo se paró frente a la posada. El olor a orines era penetrante. A pesar de la hora, había dos borrachitos tirados en la acera, durmiendo a pierna suelta, sin ninguna restricción, ya que el policía que resguardaba la plaza, estaba cansado de  llevarlos a la policía, pues al otro día volvían a lo mismo. Los borrachitos en la acera y el policía, como siempre, sentado en uno de los bancos, escupiendo chimó a pausas regulares, mostraba un cuadro  lleno de sugestión.

Cuando se apeaban del jeep, doña Cornelia apareció en la puerta de la pensión con su típico vestido negro y un delantal rojo, debajo del cual se colaba la imagen de una barriga bien pronunciada, que la obligaba a caminar con las piernas abiertas y los pies tirados a los lados. Sus ojos, profundamente negros, denotaban vivacidad. Sobre los labios se insinuaba un débil bigotico. Tenía fama de beber como un caballo cualquier cosa que tuviera alcohol, aunque nunca dio ningún escándalo, ni molestó a sus clientes, a los cuales nunca dejo de atenderlos con propiedad. La apreciaban por sus dotes de celestina. Era más de una muchachita la que había caído en sus redes, incitándola a comportarse bien con algunos clientes. Nadie sabía de dónde había venido, pero a veces, sin ser muy clara, y cuando estaba borracha, daba a entender que se vino del centro porque el novio la había dejado plantada en la mismísima iglesia. Y con una barriga de tres meses, abortó, considerando que no quería nada del maldito que la había engañado de la manera más miserable. Contaban que de noche, cuando todos dormían y estaba llena de aguardiente, se dedicaba a invocar los espíritus, que le permitían, al otro día, leerle el futuro a quienes lo solicitaran. Nadie conocía lo que tenía en su cuarto, pero se rumoraba que había una miríada de santos colgados en las paredes y un altar en donde siempre estaban prendidas al menos veinte velas.

▬ Buenos días señores ▬ dijo mostrando una sonrisa amable y sin poder disimular el movimiento de las planchas que al parecer no ajustaban con propiedad en la encía ▬ ¿Cuántas habitaciones son profesor? Claro, que sin contar la suya.

▬ Bueno doña Coronelía, ellos son, usted los conoce, Demetrio, su esposa y su hijo Fernando. Los esposos ocuparán una habitación y el muchacho otra. Todos los gastos, habitación y comida, los carga en mi cuenta ¿Estamos?

▬ Claro, profesor, usted es el único que me paga religiosamente y con usted no hay ningún problema. Entremos y veamos en el control lo que está desocupado.

Llegaron al mostrador que se suponía la recepción. Le solicitó a la muchacha que fungía de recepcionista información sobre las habitaciones que estaban disponibles. La muchacha, que después supieron se llamaba Ana, de cachetes colorados, de buen porte y dientes blanquísimos, buscó en un cuaderno ajado, sucio, con la figura de Batman en la carátula, la lista de habitaciones ocupadas.

▬ Patrona ▬ dijo con muy buena dicción, a la vez que miraba coquetamente a Fernando ▬ la número uno del primer piso está desocupada y es individual, para el muchacho; la sexta del segundo piso también está disponible y es con cama matrimonial, para el señor y su esposa. Deme, por favor los nombres y las cédulas para anotarlos en el cuaderno de control.

▬ El comedor está aquí, frente a la recepción ▬ indicó doña Coronelía, sin poder contener la estorbosa movilidad de sus planchas ▬ El desayuno sólo se sirve hasta las nueve, el almuerzo hasta la una y la cena hasta la ocho. Yo no he sacado permiso para la venta de licores, pero si quieren empujarse unos palitos, háganlo en el mismo comedor. Y no se preocupen, aquí nadie le para bolas a eso de los permisos. Por otra parte, como sucede siempre, yo le tiro algo a los policías y al prefecto le doy gratis comidas para que no me echen vaina. De todas maneras, en el billar que está a la salida, a mano derecha venden el aguardiente que quieran. No digo esto por usted profesor ▬ aclaró a la vez que miraba a Fernando con detenimiento ▬ pues sabemos que usted es medio zanahoria, perdón, que no le gusta el licor.

La pieza de Leonardo era oscura. Encendió un bombillo que guindaba de un cable en el centro del techo y decepcionado apreció preocupado que  sólo ofrecía una luz mortecina, incapaz de herir la densidad del ambiente. Olía a humedad, a viejo, a desierto. La cama, un catre pequeño parecido al que tenía en su casucha, estaba ubicada recostada su respaldo en  la pared del frente, cubierta por una sábana que sin la menor duda, por lo desteñida, había sido lavada ciento de veces, ya que los dibujos que  la encanaban, no se veían con nitidez. Una mesita, con gaveta, se ubicaba en la mano derecha de la cama y a la izquierda un pequeño closet de madera, ya muy martirizado por los años y la humedad, cubierto de manchones variopintos. Una pequeña ventana en la pared del frente, que dejaba colar algo de la muda claridad que provenía del pasillo. Dedujo que en éste debería estar el sanitario. Lo averiguaría de inmediato para evitarse sorpresas en la noche. Se acostó tratando de asimilar con propiedad lo que le estaba sucediendo. Dobló la fláccida almohada para darle cierta altura, cerró los ojos y se vio de nuevo mimado por la madrina, que le insistía en que se interesaba por lo que se le enseñaba en la escuela. Le hubiera gustado verla de nuevo, pero sabía que se había ido hacia unos seis meses a la capital del estado, a dirigir una iglesia evangélica importante. Recordó, lamiéndose los labios, el espeso chocolate que le brindaba por las mañanas y el dulce de lechosa del cual estaba orgullosa. Rió. Los pantalones que llevaba puestos, ya un tanto desgastados, habían sido un regalo de ella el día de su cumpleaños. Le traía a su mente la decisión que tomó cuando cursaba el primer año de bachillerato, de irse a casa de sus padres. No sentía ningún arrepentimiento. Había logrado algo que ni el liceo ni la universidad podían haberle dado. Oyó voces en el cuarto contiguo. Era una pareja que discutía airadamente, levantando la voz. No le pasó desapercibido cuando llegó la pensión, que era a la vez una triste casa de citas. Se preguntó ¿Cómo podrían dos seres hacer el amor en tan despreciable ambiente? Sobre lo grande del amor y el significado que tenía para el ser humano, le habló muchas veces el profesor Florencio y le hizo leer muchos libros. De inmediato, recordó algo  simpático y acertado, que figuraba en el Arcipreste de Hita, de Juan Ruiz, y que le resultó muy armónico por estar escrito en castellano antiguo: “El amor faz sotil al hombre que es rudo/ fácele fablar hermoso al que antes era mudo/al hombre que es cobarde fácele atrevudo/al perezoso face ser presto e agudo”. Sonrió. Recordar la estrofa le producía un algo interior satisfactorio…Pero, como le estaba sucediendo, no pudo evitar que de nuevo se abalanzara en su mente la espina de la duda…Se preguntó ¿Era ese acoso algo anormal? ¿No le producía cierta voluptuosidad que se deslizaba como aire tibio por su pecho? …No quería pensar en nada negativo ▬ se dijo con la preocupación e inseguridad de siempre ▬ del mundo que le presagiaba el profesor, al cual definía como magnífico. Pero si bien hacía tal consideración, de pronto era neutralizada por el zumbido de la duda, desvaneciéndola sin poder controlar nada…Respiró profundo el éter de su momentánea oscura soledad. Sólo debía entender ▬ y  pidió para ello ayuda a Dios ▬ que ya había un destino que lo sobrenatural le había establecido y que no podía eludir. Eso era el sino de los hombres. Era inevitable. Todo debería estar decidió. Lo cubrió el horror de lo que vendría. Pero, poniendo de nuevo en avanzada lo positivo, se ratificó a si mismo que tenía una voluntad fuerte para poder experimentar, probar, y con base a los resultados, seguir adelante o desistir. Dedujo que pensar así era un consuelo, y una forma poderosa de evitar el brutal choque que le causaban las contradicciones. Tocaron a la puerta. Miró el reloj. Era con seguridad el profesor que lo buscaba para almorzar.

La habitación que les asignaron a los padres de Leonardo era más amplia y como daba a la calle, entraba en ella más luz. Pero tenía el inconveniente, y eso sucedía en ese momento, que por la cercanía del billar se oía parte de la bulla que hacían los clientes en el local y los vallenatos de la rockola puestos a todo volumen La señora se mostraba incómoda, nunca antes había estado en una pensión. Extrañaba su cama, el calor proveniente de los leños encendidos y el viento golpeando sobre la puerta y el techo. Se sentía preocupada por las ovejas, en especial porque unas estaban preñadas, aunque de alguna manera les había amontonado una buena porción de pasto. Las crías se encargarían de descargar las ubres.

Se reunieron a las doce del mediodía a almorzar. Mesas viejas, revestidas de manteles plásticos, denotaban poco interés de la dueña en mejorar el ambiente, ya con muchos años de funcionamiento. En otra mesa estaba el médico, Dr. José Bautista, venido desde Mérida, y que supieron era muy apreciado, aunque a veces, la fiebre por jugar bolas criollas en un peladero con venta de cerveza,  llamado Club el Cóndor, situado en las afueras, por la bajada que iba al sur, descuidaba la consulta. En otra mesa tres campesinos empinaban con premura la cerveza, esperando les fuera servido su almuerzo.

Fernando le presentó sus acompañantes al Médico, a la vez que con cierto detenimiento le explicó lo concerniente a las virtudes de Leonardo. El hombre, por supuesto, era de esperarse, se interesó por lo que le contaban y ofreció su ayuda en lo que le fuera posible.

Como era lo infaltable en todos los comederos de la región, pidieron cochino frito con yuca. A la vez que comían, Fernando explicó lo que harían: ir al liceo, ubicado dos cuadras arriba de la iglesia, para preparar la presentación al otro día, ya concertada con anterioridad, a eso de las diez de la mañana. Le solicitaría al Director, su amigo el Profesor Roberto Chacón, que reuniera a los muchachos y profesores en el patio, en  cuyo fondo había un tosco escenario de cemento que servía para los “actos culturales”. Después irían a visitar al señor cura para que en la misa de las seis, a la cual asistirían, invitara a los vecinos al liceo. Al salir de la liturgia irían al grupo escolar que dirigía, ubicado dos cuadras abajo de la parte posterior de la posada, para invitar a los maestros y posiblemente a los muchachos que cursaban el sexto grado.

Leonardo estuvo de acuerdo. Demetrio dijo que el iría a visitar a su compadre Timoleón que vivía en las afueras del pueblo y que se verían en la misa. La doña callaba y sólo asentía moviendo la cabeza a todo lo que se decía.  Se sentía  en un mundo que le era extraño, a pesar de haber nacido en las afueras del pueblo, a orillas de la quebrada que surtía de agua a la población, sitio preferido para los paseos al aire libre. Los pozos de la quebrada que servían para bañarse, era la gran diversión de los muchachos. Había en sus aguas truchas que el ministerio había sembrado y que se acababan poco a poco, dada la pesca constante, sin respetar los periodos de veda impuestos. De paso, casi todos los domingos, pescadores venidos de otros pueblos y en especial de la capital, se ocupaban de apurar la extinción

Hicieron, a partir de las dos de la tarde, lo planificado. La propuesta fue acogida con entusiasmo por los liceístas, los profesores del grupo escolar y por el señor cura. Entendían que era un hecho extraordinario y que sacaba al pueblo de la pesada rutina, de la inamovilidad y del letargo que constreñía los ánimos. El Director del Liceo, un hombre amable, pedagogo de unos cuarenta años, les prometió a Leonardo y Fernando, entusiasmado por lo que podría representar la presentación del excepcional muchacho, suspender las clases y reunir a todo el estudiantado en el patio, a eso de las nueve de la mañana.

Terminada la entrevista con el director del Liceo, decidieron ir hasta la casa cural, tal como lo habían planificado. La idea era que el sacerdote, en la misa de seis, anunciara la presentación desde el púlpito, en momentos de la homilía, de manera tal que los parroquianos asistieran al acontecimiento.

El sacerdote, después de oír incrédulo lo que le contaba Fernando respecto a las cualidades y logros de su pupilo, les aseguró que pondría en juego durante la homilía su mejor capacidad oratoria para que el pueblo asistiera masivamente al liceo a apreciar algo tan singular. Picado por el gusanillo de la duda, después de encender su segundo cigarrillo satisfaciendo un vicio que todos sabían lo dominaba sin remedio y que sin duda era un mal ejemplo para los feligreses, se atrevió a preguntar si no sería mucho pedir, que Leonardo le dijera la acepción de unas dos o tres palabras que él escogiera. Después de hacer la solicitud, pidió que lo perdonaran por el atrevimiento, pero era ▬ aclaró ▬ que a pesar de que no resultaba acorde con su investidura sacerdotal, la curiosidad lo mataba.

▬ Si Leonardo lo acepta no veo ningún problema, padre ▬aseguró Fernando al percibir la manifiesta ansiedad del sacerdote ▬ ¿Tú qué dices?

▬ Para nada. No hay el más mínimo problema. Con todo gusto puedo satisfacer la curiosidad del padre, aunque ▬ dijo satirizando ▬ no parece que tenga mucha fe y tenga entonces que oír para creer. Bien, padre, dejemos las bromas, lo vamos a hacer creer. Escoja las palabras en su diccionario o si lo quiere así, dígame tres de las que usted recuerde y que no sean  comunes.

El cura se quedó meditando un rato y prefiriendo tres palabras de las que recordaba, dijo:

▬ Bien, ya las tengo: Hierático, mística y mimesis.

Leonardo pensó por un momento y sonrió, denotando seguridad. A pesar de que ya había precisado el significado de las palabras, de pronto sintió algo de nervioso al percatarse de que era la primera vez que alguien ajeno a sus dos profesores le interrogaba sobre la acepción de alguna palabra. Pasados unos segundos, mirando al sacerdote a los ojos, sin dudar dijo:

Mística es la parte de la teología que trata de la vida espiritual y contemplativa; hierático es referida al que afecta posees de solemnidad; y mimesis, imitación de una persona por su voz o gestos.

▬ ¿Asombroso, asombroso! ▬ exclamó el cura entusiasmado, a la vez que aplaudía ▬ Se paró de su silla y acercándose a Leonardo lo abrazo efusivamente. ¡Eres un genio! Podrás, sin la menor duda, a tu región en la boca de todo el mundo. A veces hijo mío ▬ aseguró resbalando las palabras ▬ Dios hace a algunos hombres excepcionales con los cual define sin equívocos su omnipotencia…Prendió apurado otro cigarrillo. Lo aspiró como queriendo meter el mundo en sus pulmones.

Se despidieron. El cura los acompañó hasta la puerta de la casa cural,  una de las mejores del vecindario, sólo superada por la de don Pancho Ribero, el hacendado. El asombrado sacerdote no dejó de mirarlos  hasta que se perdieron calle arriba. Presentía que el muchacho asombraría al mundo con su memoria. Rogó al señor que así fuera. Prendió otro cigarrillo con la colilla del anterior y como guiado por el humo, entro de nuevo su despacho.

Luego visitaron el grupo escolar del cual era Fernando Director y lo único que hicieron fue solicitarle a las maestras que ellas y los muchachos, preferiblemente los de quinto y sexto grado, fueran al otro día, a las mueve de la mañana, al liceo. Todas mostraron entusiasmo. Era un acontecimiento inesperado, único, y se liberaban por lo menos en la mañana de regañar a tanto muchacho malcriado.

Eran las cinco y media de la tarde. Leonardo, Fernando, María y Demetrio, salieron de la pensión, subieron las gradas que llevaban a la acera del parque y luego lo atravesaron, deteniéndose a detallar el sufrido busto del prócer, que más que infundir respeto daba lástima. Llegaron a la calle paralela a la de la pensión. La atravesaron y al terminarse la acera, empezaron a subir las escalinatas de cemento desgastado que conducía a la iglesia. Las grandes puertas, abiertas de par en par, llamaban a los feligreses a entrar al espacio sagrado en que la presencia de Dios era permanente, y donde el dogma de la fe, la transmigración del cuerpo y la sangre de Cristo al vino y al pan, se hacía realidad como parte central de la misa y por la invocación del sacerdote.

Entraron. Se persignaron con agua bendita de la pila  de piedra ubicada en la parte derecha, después de atravesar la puerta y recostada a la primera gran columna del templo. A los lados grandes columnas, limitaban un pasillo central, en el cual dos hileras de bancas, una a la derecha y otras a la izquierda, ya desvencijadas por los años y el uso, se alineaban desde unos cuatro metros de la entrada hasta las proximidades del altar. En las paredes de ambos lados, sobresalían por su brillantez, dando un tono milagroso de colores al espacio, vitrales que reproducían las estaciones del viacrucis. En el fondo estaba el altar. Era un espacio más alto al cual se ascendía por dos escaleras curvas, una a cada lado. Cada una de ellas con cuatro peldaños de granito. En el centro, en un nicho ubicado a más de dos metros de alto, plano en la parte de abajo, y que desde allí ascendía en arco perfectamente tallado, se veía, de pié, una hermosa imagen de la Virgen del Carmen, vestida con un batola blanca ajustada a la cintura por un cordón dorado y cubierta por una capa que llegaba hasta el suelo, encanada de vivos arreglos dorados. Sobre la cabeza emergía una corona también de color dorado, imitando oro. Debajo de la Virgen, resplandeciente, con tapa dorada brillante, adornada con bellos altorrelieves, estaba el sagrado cofre en que se guardaban las hostias.

Caminando despacio, como si calcularan cada paso, llegaron al primer banco de la fila derecha. Se persignaron y luego se sentaron. Nadie decía nada. Doña María se arrodilló y con devoción empezó a rezar padrenuestros y avemarías. No había la menor duda de que pedía por la ventura de su hijo.

La iglesia, poco a poco se fue llenando de parroquianos. La quietud del ambiente se alteraba de cuando en cuando por el llanto de los niños y las carreras que los más grandecitos emprendían por el pasillo, entre las bancas.

El sacerdote, con los atuendos apropiados y definidos para el ritual, entró parsimonioso por una puerta lateral al altar y caminado despacio, afectando solemnidad, se ubicó detrás del mesón, ricamente cubierto por un mantel bordado con flores multicolores y en cuyo centro un cáliz dorado, reflejaba la luz, emitiendo hilos de sutilidad lumínica. Después de mirar con detenimiento a los presentes, empezó la misa: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…El oficio transcurrió como era de esperase, concentrando la atención de un pueblo casi en su totalidad católico practicante, lleno del temor de Dios.

Después de la lectura del evangelio y de analizar los mensajes contenidos en el mismo, con voz emocionada dijo: Hijos mío, ya dicho todo sobre el evangelio, quiero darles una muy buena noticia. El hijo de Demetrio y María, Leonardo, ha logrado con la venia de Dios un prodigio único en el mundo. Ha sido capaz, sólo posible si se poseen dones especiales conferidos por el todopoderoso, de memorizar el significado de todas las palabras del Diccionario, lo que sin duda hará que al conocerse ese prodigio en las más remotas latitudes, se conocerá también a nuestra región, nuestra Betania, protegida al escampo bendito de la Virgen del Carmen. Muchos de ustedes puede que no valoren en toda sus significación lo logrado por nuestro hermano, pero, por lo menos, espero que comprendan que nunca, en ninguna parte del mundo, ni aun los hombres más inteligentes y estudiosos han logrado tal milagro. Y él sí, a pesar de que a duras penas pudo terminar el sexto grado y empezar el primer año de bachillerado. Esto, se sobreentiende, hacen mucho más meritorios los logros alcanzados. Él es una mente única: un hombre de nuestro pueblo. Y lo que digo lo podrán comprobar mañana asistiendo a las diez de la mañana al liceo en donde Leonardo les demostrará lo que les estoy diciendo. Él y su profesor Fernando, que en el milagro tiene una importante participación, le mostrarán a todos los que asistan que lo que afirmo es del todo cierto. Y, sépanlo, esta mañana yo pude comprobarlo personalmente en mi despacho. Por ahora hijos míos, con la seguridad de que hemos sido bendecidos todos con lo que Dios le ha dado a Leonardo, recemos por sus éxitos un Padre Nuestro y una Avemaría. Terminadas las plegarias, de quien menos se esperaba, de don Pancho Ribera, el hacendado, salió la petición de darle un gran aplauso al muchacho y a su tutor…El aplauso fue mantenido y sonoro. Leonardo se ruborizo. Demetrio y María no pudieron contener las lágrimas. Fernando consideró que era una primera manifestación de admiración a la cual seguirían cientos de ellas.

▬ Por otra parte, señor cura y paisanos, quiero decirles después de este nutrido aplauso ▬ Dijo don Pancho elevando su potente la voz ▬ que estoy dispuesto a ayudar económicamente al muchacho para que de sus primeros pasos en lo que será, sin duda alguna, una vida de éxitos.

Todos aplaudieron de nuevo a rabiar. El tacaño de don Pancho, a lo mejor impulsado por Dios, no podía ser de otra manera, se mostraba de pronto generoso. El sacerdote sonrió satisfecho. Pensaba que lo que estaba sucediendo era una bendición del Supremo. Fernando miró a Leonardo y sonrió. Este permanecía impávido, como suspendido en el aire, al tomar conciencia de que él era el centro y motivo de lo que estaba sucediendo.

▬ ¡Id en paz! ▬ dijo el sacerdote alzando la voz, a la vez que se hacía la señal de la cruz.

Salieron de la iglesia a eso de las siete. La gente se había aglomerado en el parque y al verlos pasar los saludaban y felicitaban demostrando cariño y admiración.

Doña Coronelía, con más de una cerveza entre pecho y espalda, sonreía en la puerta de la pensión, sin importare el fastidioso baileteo de sus planchas.

Llegaron a la pensión y se dirigieron al comedor. Al rato, el sirviente de don Pancho, emocionado, entró y atropellando las palabras, dijo:

▬ Leonardo, ¿Te acuerdas de mí? Soy Justino, Justino Becerra ¿No recuerdas que estudiamos juntos los primeros años de la primaria?

▬ Claro, claro ▬ contestó Leonardo a la vez que parándose le daba un abrazo le aseguró que era es bueno volver a verlo ¿Y por qué te muestras tan agitado?

▬ Es la emoción ▬ aclaró el muchacho a la vez que se sonaba con la manga de la camisa las narices ▬ es que te traigo un sobre que envía mi patrón, don Pancho, con muchos billetes. No sé cuántos, pero son varios. Yo trabajo desde hace unos dos años con él y le hago todos los mandados. Toma ▬ dijo alargándole el sobre.

Leonardo se quedó de una sola pieza. No sabía que pensar. No sabía que decir. Consternado y atónito contemplaba el sobre que le extendía Justino. Estaba confundido y una nueva contradicción lo hirió como un ramalazo ¿Debía o no recibir el dinero?

Dándose cuenta de la situación y por estimar lo que representaba para ellos contar con algún dinero para empezar a movilizarse, Fernando se paró y tomó el sobre que permanecía en la mano estirada del mensajero. Leonardo lo miró como tratando de escrudiñar lo que le pasaba por la mente a su tutor, pero al ver que el profesor le reía y mostraba complacencia, se sentó y pidió su comida. En el fondo algo le dijo que no era una vergüenza recibir la ayuda y más si provenía de alguien a quien nadie le había visto antes un gesto de generosidad. Rechazarla, pensó, a la vez, manteniendo esa lacerante herida de la contradicción, era como negarle al hombre la posibilidad de una buena acción.

Tomaron su sopa de alverja, infaltable en el menú de los restaurantes de los páramos, y una trucha frita, preparada al ajillo. La cocinera, así lo supieron después, doña Gertrudis, viuda de Celestino Vargas, un hombre sin oficio conocido, pero con mucha habilidad para manejar las cartas en el juego de ajiley y veintiuno, y que fue asesinado por un compadre suyo cuando este comprobó que le estaba haciendo trampas, tenía fama por la preparación de plato tan especial. Se quejaba, y eso lo sabían todos, de que las  truchas que le trían ahora los vendedores a diferencia de las de antes, dada la pesca indiscriminada, no tenían un tamaño apropiado ni la robustez que antes las caracterizaba.

Se pararon de la mesa. Los vallenatos, puestos a todo volumen en el billar, se oían con nitidez. Una pareja de muchachos, de unos veinte años, agarrados de la mano pasaron con paso apresurado por el pasillo frente a la puerta del restaurante, camino a las habitaciones del segundo piso. Otra pareja, casi chocan, salía de la pensión si mirar a los lados

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