Por: Dr. Ricardo R. Contreras
En su deambular por los recodos de un mundo palpitante de vida, el ser humano se cuestionó acerca del origen de esas cosas que veía pulular en la tierra, el cielo y el mar. Comenzando por los animales que cazaba o los frutos que recolectaba cuando se encontraba en las fases más primitivas y, ya habiendo superados etapas y encontrándose en su faceta de agricultor y artesano, se hacía las mismas preguntas sobre las plantas que veía crecer, o sobre los materiales con los cuales era capaz de fabricar artefactos. En ese momento, como afirman los positivistas, lo natural era simplemente darle un origen divino a todas las cosas, pensar en el tótem tribal o en una constelación de dioses que desde un Panteón o un Olimpo gobernaban todas las cosas.
De esta manera comenzó la historia de la fe que se entretejía con una ciencia primitiva, y que no encontraba contradicción, pues esa ciencia primitiva (artesanal) era profundamente utilitarista, no buscaba dar grandes o magistrales explicaciones arquetípicas a las cosas, sino responder y proveerle de un sustento cosmológico suficiente, para sentir que podía ponerse de pie y mirar el horizonte con ciertas certezas acerca de su situación en un mundo sobre el cual no podía expresarse sino con algunas palabras, con ciertos cantos o con algunas imágenes pictóricas.
Este contexto, esta “construcción de mitologías”, tuvo su tiempo y, por espacio de varios milenarios, le brindó a la humanidad algunas oportunidades, hasta que las inquietas mentes griegas, comenzaron a hacerse preguntas mucho más elaboradas. Ya no era solo el ritmo de las estaciones, o las cosechas, el mal de ojo o las apariciones espectrales, se trataba de cuestiones más fundamentales, como ¿de qué estaban hechas las cosas?, ¿cómo se movían los cuerpos celestes? o, en general, ¿cómo funciona la naturaleza?
Los hombres que se hacía preguntas, o mejor, los “hombres que se hacía preguntas y no se conformaba con hacerlas sino que traba de buscarles respuestas”, conformaban un grupo especial, eran los filósofos, pero también eran a los que podemos definir como científicos. Estos amigos del conocimiento, en algunos casos, renunciaron a los dioses del Olimpo, pero creían ahora en otras cosas, creían en un poder superior, un gran geómetra u arquitecto del universo, creían en la belleza los números y de las buenas ideas, creían en un éter, en un átomo, en un hálito divino, en todo caso, tenían fe.
En las manos de estos filósofos y científicos se desarrolló la ciencia griega y romana, pero también egipcia o china o india, la tradición científica y filosófica iban de la mano y, en muchas ocasiones, se estrechaban con la tradición religiosa como lo podemos ver en la construcción de monumentos, en el proceso del embalsamamiento, y otros muchos eventos religiosos que, ya sea intencionalmente o de manera fortuita, hacían uso de la ciencia antigua y la incorporaban en sus liturgias. En esta época, el hombre de ciencia era filósofo y, a su vez, era creyente, no se veía en ello ninguna objeción. Esta dinámica sigue a través del tiempo, supera la antigüedad y se acopla con la Edad Media, especialmente en los monasterios, donde se salvó buena parte de la ciencia de la antigüedad clásica.
Las armonías matemáticas de la escuela pitagórica, la geometría y las antiguas técnicas de agrimensura, los polígonos y el dodecaedro regular o la cuadratura del círculo, las matemáticas euclidianas, el álgebra y muchos otros logros matemáticos encontraron refugio en el scriptorium de los monasterios, donde también se salvarán escritos sobre astronomía, física o ciencias naturales, anatomía o fisiología: “Sin Casiodoro [Magno Aurelio, s. IV], sus monjes y todos los que durante siglos copiaron sin tregua textos … todas las obras científicas y literarias de la Antigüedad habrían desparecido en aquel naufragio, y nunca se habría producido el renacimiento” (Riaza-Morales, 1999: 22).
La Edad Media, ese largo período entre la caída del Imperio romano de Occidente y los viajes de descubrimiento, no fue única y exclusivamente, como muchos autores afirman, una época oscura signada por las persecuciones religiosas, las guerras o las enfermedades epidémicas, fue una época en que, obviamente a su ritmo, se hicieron importantes innovaciones y aportes, los cuales van a servir de base a ese maravilloso torbellino de ideas que se desarrollarán en el Renacimiento, la Ilustración y las épocas subsiguientes. No es menester aquí entrar en esta discusión, pero nombres como el de Thomas Bradwardine, Roger (Rogelio) Bacon, William Heytesbury, Richard Swineshead, Guillermo de Occam, Juan Duns Scoto, Alberto de Sajonia (S. Alberto Magno, patrono de los científicos), solo por mencionar algunos, dan fe que en la Edad Media también había filósofos que a su vez eran hombres de ciencia, pero también teólogos, es decir, eran hombres de fe.
Haciendo un ejercicio de historia de la ciencia, podríamos decir que fue en el Renacimiento cuando comenzó un curioso punto de quiebre; la revolución copernicana y la cuestión galileana, son quizá los ejemplos prototípico de un paulatino desencuentro entre fe y religión y, sin embargo, ni Nicolás Copérnico (sacerdote), ni Galileo Galilei renegaron de su fe. En este último caso me permito sugerir la lectura del ensayo “Galileo: filósofo y religioso” (Contreras, 2014), que tuve la oportunidad de escribir en ocasión de la celebración del año galileano en Mérida y con motivo de 450 aniversario del fallecimiento del científico toscano.
Ese desencuentro entre la nueva ciencia y la religión, muy probablemente tiene sus raíces en aquel momento histórico, signado por los grandes viajes de descubrimiento hispano-lusitanos y todo lo que ello significó desde un punto de vista cultural, pero también científico, teológico o filosófico. Y es que el modelo inductivo clásico, silogístico, de premisas que no tenían discusión, aristotélico por antonomasia e imperante por varios siglos en el sistema académico tradicional, se precipitó sin cortapisas sobre el nuevo método científico, el deductivo, que construía leyes sobre la base de los resultados experimentales o, mejor, para el cual el “experimento”, como se desprende de la obra de Galileo, Bacon (Francis) y Descartes, era el principio de construcción del conocimiento.
Interpretando los eventos desde la perspectiva de Thomas Kuhn, el siglo XVI marca una clara revolución científica, los científicos dejan de ser filósofos y se convierten en cultores de un conocimiento más pragmático, un conocimiento que persigue construir leyes para explicar los fenómenos de la naturaleza y, sobre todo, para tratar de “predecir eventos”. El universo antropocéntrico, donde los astros giraban en esferas articuladas y ocupaban su lugar alrededor de la tierra, da paso a un sistema heliocéntrico y, por otro lado, las sustancias, ya no solo eran tierra, fuego, aire y agua, eran algo más, eran flogisto o, mejor, estaban compuestas de unas sustancias individualizadas, eran sustancias químicas con sus propias características, tal y como lo había descrito Demócrito en su descripción del átomo.
En este momento, la edad moderna da paso a la Ilustración, y esta a su vez va a dar a luz a una nueva ciencia, matematizada y experimental, donde los científicos ya no solo dejan de ser filósofos, sino que dejan de ser creyentes. Desde la perspectiva de los paladines de la Ilustración, y bajo la consigna “Sapere aude”, un científico no tenía por qué ser creyente. Y según el positivismo clásico, un científico no debería ser creyente, pues si tuviera fe, ello le restaría a su capacidad de buscar la verdad de las cosas y de los hechos de la naturaleza. Aquí nace el prototipo del científico ateo positivista.
Luego, el siglo XIX ve dos tipos de científicos, aquellos que en público o en privado, practicaban su fe católica, anglicana, luterana, protestante en general, o, por otro lado, los científicos que se decían ateos. Entre estos últimos encontramos aquellos que eran ateos más bien por dejadez o por comodidad, algunos eran simplemente indiferentes a la religión, y otros básicamente no eran practicantes. Los científicos ateos militantes, estaban imbuidos por las corrientes de pensamiento materialistas (marxistas) y, por el otro lado, los científicos creyentes, que abiertamente practicaban su fe, no tenían miedo de entrar en debate o defender su religión. En este último grupo de científicos y creyentes y, solo por mencionar algunos ejemplos, tenemos a figuras como André-Marie Ampère, Louis Pasteur, Alexis Carrel, Charles Nicolle, Joseph Louis Conrad Kirouac (Hno. Victorino María), Guglielmo Marconi, Michael O´Reilly, el propio Albert Einstein o Max Plank, este último llegó a afirmar categóricamente que no existe contradicción alguna entre la religión y las ciencias naturales, ambas serían perfectamente compatibles entre sí (Heisenberg, 1975), una reflexión que va en concordancia con lo señalado por Pio XII, el cual apuntó que la verdadera ciencia encuentra a Dios detrás de cada nueva puerta que abre (Jordan, 1972). Y es que, como lo afirmaron los padres conciliares del Concilio Vaticano II, podemos alcanzar un conocimiento de Dios por la razón natural (Sayés, 1985)
La situación del siglo XIX en el contexto de la historia de la ciencia es muy interesante, y no podemos dejar de abordarla aquí brevemente. La ciencia decimonónica había heredado un fuerte bagaje metodológico y experimental, se estaban descubriendo nuevos elementos químicos y se hacían inmensos progresos fisicoquímicos como los atestiguan los hechos que llevaron a Dmitri Ivánovich Mendelevev a proponer en 1869, casi al mismo tiempo que Lothar Meyer, la tabla periódica de los elementos químicos, un acontecimiento del cual se cumplen 150 años. De hecho, este año 2019, según la UNESCO, es el “Año Internacional de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos” (IYPT2019 por sus siglas en inglés); en tal sentido, tuve la oportunidad de escribir un artículo que me atrevo a recomendarles, pues en él encontrarán una línea de tiempo de muchísimos descubrimientos científicos del siglo XIX (Contreras, 2019). Lo paradójico es que, mientras en Europa se trabajaba incansablemente por producir nuevo conocimiento científico, en América Latina estábamos sumergidos en las guerras de independencia, muy cruentas como en nuestro caso y, lo peor, una vez alcanzada la independencia, muchas de esas nuevas repúblicas, se vieron inmersas, como en caso venezolano, en guerras caudillescas. Esto hacía muy difícil hacer ciencia en la Venezuela del siglo XIX, y, sin embargo, algunas figuras lo hicieron, como el caso Adolf Ernst, Arístides Rojas, Manuel Vicente Díaz, Juan Manuel Cajigal, Lisandro Alvarado, Vicente Marcano o Luis Daniel Beauperthuy, solo por mencionar algunos precursores de una incipiente ciencia venezolana.
Entre los pioneros de la ciencia venezolana esta quien nos ocupa hoy, el médico trujillano Dr. José Gregorio Hernández Cisneros, un estudiante aventajado de la escuela de Pedro Celestino Sánchez y, a continuación, en Caracas, del Colegio “Villegas”. Posteriormente, será la Universidad Central de Venezuela quien lo hace parte de su claustro y le otorga, primero, en 1888, el título de bachiller en ciencias médicas y, ese mismo año, luego de pasar con honores las evaluaciones correspondientes, el título de doctor en ciencias médicas, aprobado con lo que sería el equivalente actual del Summa Cum Laude. Es menester señalar que, el rector de la época, Dr. Aníbal Dominicci, el abogado (no se confunda con su hijo, el médico Dr. Santos Aníbal Dominicci, asesor del Dr. Hernández Cisneros), dijo sobre nuestro médico trujillano: “Venezuela y la Medicina esperan mucho del Dr. José Gregorio Hernández” (Núñez, 1924).
En 1889, becado por el gobierno de Dr. Juan Pablo Rojas Paúl, el Dr. Hernández viajará a París, centro del mayor desarrollo científico en el campo de la biomedicina, y se paseará por los principales laboratorios de medicina experimental de la época (por ejemplo, los laboratorios de Ricket y de Duval). Sus campos de formación serán finalmente la microscopía, la bacteriología, la histología, la patología y, obviamente, la fisiología. Es interesante develar esta faceta del Dr. Hernández-Cisneros, la de experimentalista. Desde que la tríada Galileo/Bacon/Descartes, le dan corpus al moderno método científico, el experimento ocupa un lugar preponderante en la ciencia. En tal sentido, podemos decir que el experimento es la actividad por excelencia del científico que, a través de un diseño experimental, perturba la naturaleza, e interpreta la respuesta de esa perturbación. En el caso del Dr. Hernández, vemos ese interés por adquirir las herramientas necesarias para hacer una medicina experimental, es decir, para estudiar la enfermedad, no simplemente en su manifestación sintomática, sino en su etiología.
El Dr. Hernández quería ayudar al paciente tratando los síntomas de la enfermedad pero, a su vez, quería ir más allá, quería determinar la causalidad de la misma, y esto solo era posible mediante el estudio de la evidencia biológica a través de los experimentos. La bacteriología y la fisiología eran obviamente las ramas del conocimiento que necesitaba conocer a profundidad, a fin de poder diseñar los experimentos más adecuados. Estos experimentos pasaban por estudiar bacterias, tejidos y otros especímenes biológicos donde, a través de las herramientas de la fisiología, se podían arrojar luces acerca de un camino a seguir para detener o prevenir una enfermedad.
En estos estudios postdoctorales en el viejo continente, el Dr. Hernández Cisneros tenía una misión clara, absorber como el mejor todas las técnicas experimentales de la ciencia médica francesa y europea, y traerlas a Venezuela. Su herramienta básica, el microscopio, su bandera, la búsqueda de la salud para los venezolanos mediante los métodos de la ciencia, su inspiración, una profunda fe católica que le impulsaba a practicar el amor al prójimo desde su profesión de médico y científico. Y es que Venezuela, para ese momento, necesita de los mejores médicos, con la mayor preparación y dispuestos a entregarse a la construcción de instituciones sanitarias para un país aquejado de múltiples enfermedades comunes o endémicas.
De regreso en Venezuela, en 1891, el Dr. Hernández será juramentado como profesor de la UCV por el rector Dr. Elías Rodríguez y asume la jefatura de las recién creadas, por decreto, cátedras de histología, fisiología experimental y bacteriología, esta última, la primera cátedra de este campo creada en Latinoamérica. También entrará a dirigir un Laboratorio de Fisiología Experimental y Bacteriología, absolutamente necesario para desarrollar una investigación científica sería en estas áreas. Es menester recalcar que, para enseñar ciencias, y en este caso, medicina experimental, es necesario combinar la teoría y la práctica, las clases tradicionales y los experimentos de laboratorio, un binomio absolutamente imprescindible. Sin lugar a dudas, por su contribución en este campo, el Dr. José Gregorio Hernández será considerado el padre de la Medicina Experimental venezolana.
El Dr. Hernández Cisneros era de aquellos científicos que, como hemos mencionado, no tenía miedo a la hora de manifestar su fe, su fe católica en este caso, y esto será especialmente cierto en el debate que, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX, se va a producir entre el creacionismo y el evolucionismo. Quizá este debate sea el mayor ejemplo del desencuentro entre la ciencia y la religión. Obviamente que los científicos positivistas venezolanos como los doctores Luis Razetti, Pablo Acosta Ortiz, Elías Toro, Andrés Herrera Vegas y Guillermo Delgado Palacios, van a defender la tesis evolucionista, quizá en su corriente más extrema, mientras que el Dr. José Gregorio Hernández será defensor del creacionismo, en un debate que, en Venezuela, tuvo como escenario la Academia Nacional de Medicina, especialmente entre 1904 y 1905. De más está decir que el Dr. Hernández Cisneros y sus colegas serán los fundadores en 1904 de la Academia Nacional de Medicina y de la Gaceta, una revista en la cual el Dr. Hernández publicó el resultado de sus investigaciones.
Volviendo al álgido debate, el Dr. Hernández, frente a la insistencia del Dr. Razetti, que deseaba que la Academia de Medicina tomará postura en el tema, contestó de la manera más simple pero categórica, quizá con economía de leguaje pero con la contundencia necesaria: “Hay dos opiniones usadas para explicar la aparición de los seres vivos en el universo: Creacionismo y Evolucionismo. Yo soy creacionista” (Ramos de Francisco et al., 2009). Todavía faltaba mucho para que un Pierre Teilhard de Chardin, presentara su tesis sobre la evolución general y progresiva del hombre hacia el punto Omega. Con Teilhard y San Juan Pablo II, la evolución dejará de ser anatema y se concebirá una evolución humana integral, en la cual la humanidad va cambiando, dirigiéndose hacia su fin último y cósmico, hacia el sitio que el creador le tiene predestinado.
El Dr. José Gregorio Hernández es un científico, y es un creyente, pero no cualquier científico, es un científico experimental que tenía muy claro que, a través de los experimentos, se podía alcanzar un conocimiento más concreto sobre la naturaleza. Y es un creyente, pero no cualquier creyente, era un convencido de que en las grandes verdades del Evangelio se encuentra el camino hacia la salvación y, adicionalmente, que la construcción del reino de Dios, ya desde aquí en la tierra, es posible sobre la base del amor al prójimo, a través de la caridad, viviendo en la esperanza, y en la vida sacramental, algo que en la Venezuela de hoy, imbuida en la más triste crisis humanitaria, es una verdad necesaria.
Venezuela necesita más hombres (y mujeres) con las actitudes del Dr. Hernández, dispuestos a construir una sociedad desde el humanismo verdadero e íntegro, dejando de lado toda la malicia que ha venido aflorando en las últimas dos décadas, superando esa falsa y dañina doctrina política, que tiene su expresión en un venenoso populismo, y tiene los peores liderazgos que se hayan visto desde las montoneras decimonónicas.
Al cumplirse un centenario del Dies Natalis del Siervo de Dios Dr. José Gregorio Hernández Cisneros, esperamos que su ejemplo y sus virtudes marquen la pauta, y que su proceso de beatificación finalmente alcance superar las etapas necesarias, de manera que Venezuela, un país que tanto está sufriendo, tenga en el Dr. José Gregorio el intercesor de la esperanza, junto con la venerables Beata María de San José, Beata Madre Candelaria de San José (1863-1940) y Beata Carmen Rendiles (1903-1977).
Ricardo R. Contreras
En su deambular por los recodos de un mundo palpitante de vida, el ser humano se cuestionó acerca del origen de esas cosas que veía pulular en la tierra, el cielo y el mar. Comenzando por los animales que cazaba o los frutos que recolectaba cuando se encontraba en las fases más primitivas y, ya habiendo superados etapas y encontrándose en su faceta de agricultor y artesano, se hacia las mismas preguntas sobre las plantas que veía crecer, o sobre los materiales con los cuales era capaz de fabricar artefactos. En ese momento, como afirman los positivistas, lo natural era simplemente darle un origen divino a todas las cosas, pensar en el tótem tribal o en una constelación de dioses que desde un Panteón o un Olimpo gobernaban todas las cosas.
De esta manera comenzó la historia de la fe que se entretejía con una ciencia primitiva, y que no encontraba contradicción, pues esa ciencia primitiva (artesanal) era profundamente utilitarista, no buscaba dar grandes o magistrales explicaciones arquetípicas a las cosas, sino responder y proveerle de un sustento cosmológico suficiente, para sentir que podía ponerse de pie y mirar el horizonte con ciertas certezas acerca de su situación en un mundo sobre el cual no podía expresarse sino con algunas palabras, con ciertos cantos o con algunas imágenes pictóricas.
Este contexto, esta “construcción de mitologías”, tuvo su tiempo y, por espacio de varios milenarios, le brindó a la humanidad algunas oportunidades, hasta que las inquietas mentes griegas, comenzaron a hacerse preguntas mucho más elaboradas. Ya no era solo el ritmo de las estaciones, o las cosechas, el mal de ojo o las apariciones espectrales, se trataba de cuestiones más fundamentales, como ¿de qué estaban hechas las cosas?, ¿cómo se movían los cuerpos celestes? o, en general, ¿cómo funciona la naturaleza?
Los hombres que se hacía preguntas, o mejor, los “hombres que se hacía preguntas y no se conformaba con hacerlas sino que traba de buscarles respuestas”, conformaban un grupo especial, eran los filósofos, pero también eran a los que podemos definir como científicos. Estos amigos del conocimiento, en algunos casos, renunciaron a los dioses del Olimpo, pero creían ahora en otras cosas, creían en un poder superior, un gran geómetra u arquitecto del universo, creían en la belleza los números y de las buenas ideas, creían en un éter, en un á-tomo, en un álito divino, en todo caso, tenían fe.
En las manos de estos filósofos y científicos se desarrolló la ciencia griega y romana, pero también egipcia o china o india, la tradición científica y filosófica iban de la mano y, en muchas ocasiones, se estrechaban con la tradición religiosa como lo podemos ver en la construcción de monumentos, en el proceso del embalsamamiento, y otros muchos eventos religiosos que, ya sea intencionalmente o de manera fortuita, hacían uso de la ciencia antigua y la incorporaban en sus liturgias. En esta época, el hombre de ciencia era filósofo y, a su vez, era creyente, no se veía en ello ninguna objeción. Esta dinámica sigue a través del tiempo, supera la antigüedad y se acopla con la Edad Media, especialmente en los monasterios, donde se salvó buena parte de la ciencia de la antigüedad clásica.
Las armonías matemáticas de la escuela pitagórica, la geometría y las antiguas técnicas de agrimensura, los polígonos y el dodecaedro regular o la cuadratura del círculo, las matemáticas euclidianas, el álgebra y muchos otros logros matemáticos encontraron refugio en el scriptorium de los monasterios, donde también se salvarán escritos sobre astronomía, física o ciencias naturales, anatomía o fisiología: “Sin Casiodoro [Magno Aurelio, s. IV], sus monjes y todos los que durante siglos copiaron sin tregua textos … todas las obras científicas y literarias de la Antigüedad habrían desparecido en aquel naufragio, y nunca se habría producido el renacimiento” (Riaza-Morales, 1999: 22).
La Edad Media, esa largo período entre la caída del Imperio romano de Occidente y los viajes de descubrimiento, no fue única y exclusivamente, como muchos autores afirman, una época oscura signada por las persecuciones religiosas, las guerras o las enfermedades epidémicas, fue una época en que, obviamente a su ritmo, se hicieron importantes innovaciones y aportes, los cuales van a servir de base a ese maravilloso torbellino de ideas que se desarrollarán en el Renacimiento, la Ilustración y las épocas subsiguientes. No es menester aquí entrar en esta discusión, pero nombres como el de Thomas Bradwardine, Roger (Rogelio) Bacon, William Heytesbury, Richard Swineshead, Guillermo de Occam, Juan Duns Scoto, Alberto de Sajonia (S. Alberto Magno, patrono de los científicos), solo por mencionar algunos, dan fe que en la Edad Media también había filósofos que a su vez eran hombres de ciencia, pero también teólogos, es decir, eran hombres de fe.
Haciendo un ejercicio de historia de la ciencia, podríamos decir que fue en el Renacimiento cuando comenzó un curioso punto de quiebre; la revolución copernicana y la cuestión galileana, son quizá los ejemplos prototípico de un paulatino desencuentro entre fe y religión y, sin embargo, ni Nicolás Copérnico (sacerdote), ni Galileo Galilei renegaron de su fe. En este último caso me permito sugerir la lectura del ensayo “Galileo: filósofo y religioso” (Contreras, 2014), que tuve la oportunidad de escribir en ocasión de la celebración del año galileano en Mérida y con motivo de 450 aniversario del fallecimiento del científico toscano.
Ese desencuentro entre la nueva ciencia y la religión, muy probablemente tiene sus raíces en aquel momento histórico, signado por los grandes viajes de descubrimiento hispano-lusitanos y todo lo que ello significó desde un punto de vista cultural, pero también científico, teológico o filosófico. Y es que el modelo inductivo clásico, silogístico, de premisas que no tenían discusión, aristotélico por antonomasia e imperante por varios siglos en el sistema académico tradicional, se precipitó sin cortapisas sobre el nuevo método científico, el deductivo, que construía leyes sobre la base de los resultados experimentales o, mejor, para el cual el “experimento”, como se desprende de la obra de Galileo, Bacon (Francis) y Descartes, era el principio de construcción del conocimiento.
Interpretando los eventos desde la perspectiva de Thomas Kuhn, el siglo XVI marca una clara revolución científica, los científicos dejan de ser filósofos y se convierten en cultores de un conocimiento más pragmático, un conocimiento que persigue construir leyes para explicar los fenómenos de la naturaleza y, sobre todo, para tratar de “predecir eventos”. El universo antropocéntrico, donde los astros giraban en esferas articuladas y ocupaban su lugar alrededor de la tierra, da paso a un sistema heliocéntrico y, por otro lado, las sustancias, ya no solo eran tierra, fuego, aire y agua, eran algo más, eran flogisto o, mejor, estaban compuestas de unas sustancias individualizadas, eran sustancias químicas con sus propias características, tal y como lo había descrito Demócrito en su descripción del á-tomo.
En este momento, la edad moderna da paso a la Ilustración, y esta a su vez va a dar a luz a una nueva ciencia, matematizada y experimental, donde los científicos ya no solo dejan de ser filósofos, sino que dejan de ser creyentes. Desde la perspectiva de los paladines de la Ilustración, y bajo la consigna “Sapere aude”, un científico no tenía por qué ser creyente. Y según el positivismo clásico, un científico no debería ser creyente, pues si tuviera fe, ello le restaría a su capacidad de buscar la verdad de las cosas y de los hechos de la naturaleza. Aquí nace el prototipo del científico ateo positivista.
Luego, el siglo XIX ve dos tipos de científicos, aquellos que en público o en privado, practicaban su fe católica, anglicana, luterana, protestante en general, o, por otro lado, los científicos que se decían ateos. Entre estos últimos encontramos aquellos que eran ateos más bien por dejadez o por comodidad, algunos eran simplemente indiferentes a la religión, y otros básicamente no eran practicantes. Los científicos ateos militantes, estaban imbuidos por las corrientes de pensamiento materialistas (marxistas) y, por el otro lado, los científicos creyentes, que abiertamente practicaban su fe, no tenían miedo de entrar en debate o defender su religión. En este último grupo de científicos y creyentes y, solo por mencionar algunos ejemplos, tenemos a figuras como André-Marie Ampère, Louis Pasteur, Alexis Carrel, Charles Nicolle, Joseph Louis Conrad Kirouac (Hno. Victorino María), Guglielmo Marconi, Michael O´Reilly, el propio Albert Einstein o Max Plank, este último llegó a afirmar categóricamente que no existe contradicción alguna entre la religión y las ciencias naturales, ambas serían perfectamente compatibles entre sí (Heisenberg, 1975), una reflexión que va en concordancia con lo señalado por Pio XII, el cual apuntó que la verdadera ciencia encuentra a Dios detrás de cada nueva puerta que abre (Jordan, 1972). Y es que, como lo afirmaron los padres conciliares del Concilio Vaticano II, podemos alcanzar un conocimiento de Dios por la razón natural (Sayés, 1985)
La situación del siglo XIX en el contexto de la historia de la ciencia es muy interesante, y no podemos dejar de abordarla aquí brevemente. La ciencia decimonónica había heredado un fuerte bagaje metodológico y experimental, se estaban descubriendo nuevos elementos químicos y se hacían inmensos progresos fisicoquímicos como los atestiguan los hechos que llevaron a Dmitri Ivánovich Mendelevev a proponer en 1869, casi al mismo tiempo que Lothar Meyer, la tabla periódica de los elementos químicos, un acontecimiento del cual se cumplen 150 años. De hecho, este año 2019, según la UNESCO, es el “Año Internacional de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos” (IYPT2019 por sus siglas en inglés); en tal sentido, tuve la oportunidad de escribir un artículo que me atrevo a recomendarles, pues en él encontrarán una línea de tiempo de muchísimos descubrimientos científicos del siglo XIX (Contreras, 2019). Lo paradójico es que, mientras en Europa se trabajaba incansablemente por producir nuevo conocimiento científico, en América Latina estábamos sumergidos en las guerras de independencia, muy cruentas como en nuestro caso y, lo peor, una vez alcanzada la independencia, muchas de esas nuevas repúblicas, se vieron inmersas, como en caso venezolano, en guerras caudillescas. Esto hacía muy difícil hacer ciencia en la Venezuela del siglo XIX, y, sin embargo, algunas figuras lo hicieron, como el caso Adolf Ernst, Arístides Rojas, Manuel Vicente Díaz, Juan Manuel Cajigal, Lisandro Alvarado, Vicente Marcano o Luis Daniel Beauperthuy, solo por mencionar algunos precursores de una incipiente ciencia venezolana.
Entre los pioneros de la ciencia venezolana esta quien nos ocupa hoy, el médico trujillano Dr. José Gregorio Hernández Cisneros, un estudiante aventajado de la escuela de Pedro Celestino Sánchez y, a continuación, en Caracas, del Colegio “Villegas”. Posteriormente, será la Universidad Central de Venezuela quien lo hace parte de su claustro y le otorga, primero, en 1888, el título de bachiller en ciencias médicas y, ese mismo año, luego de pasar con honores las evaluaciones correspondientes, el título de doctor en ciencias médicas, aprobado con lo que sería el equivalente actual del Summa Cum Laude. Es menester señalar que, el rector de la época, Dr. Aníbal Dominicci, el abogado (no se confunda con su hijo, el médico Dr. Santos Aníbal Dominicci, asesor del Dr. Hernández Cisneros), dijo sobre nuestro médico trujillano: “Venezuela y la Medicina esperan mucho del Dr. José Gregorio Hernández” (Núñez, 1924).
En 1889, becado por el gobierno de Dr. Juan Pablo Rojas Paúl, el Dr. Hernández viajará a París, centro del mayor desarrollo científico en el campo de la biomedicina, y se paseará por los principales laboratorios de medicina experimental de la época (por ejemplo, los laboratorios de Ricket y de Duval). Sus campos de formación serán finalmente la microscopía, la bacteriología, la histología, la patología y, obviamente, la fisiología. Es interesante develar esta faceta del Dr. Hernández-Cisneros, la de experimentalista. Desde que la tríada Galileo/Bacon/Descartes, le dan corpus al moderno método científico, el experimento ocupa un lugar preponderante en la ciencia. En tal sentido, podemos decir que el experimento es la actividad por excelencia del científico que, a través de un diseño experimental, perturba la naturaleza, e interpreta la respuesta de esa perturbación. En el caso del Dr. Hernández, vemos ese interés por adquirir las herramientas necesarias para hacer una medicina experimental, es decir, para estudiar la enfermedad, no simplemente en su manifestación sintomática, sino en su etiología.
El Dr. Hernández quería ayudar al paciente tratando los síntomas de la enfermedad pero, a su vez, quería ir más allá, quería determinar la causalidad de la misma, y esto solo era posible mediante el estudio de la evidencia biológica a través de los experimentos. La bacteriología y la fisiología eran obviamente las ramas del conocimiento que necesitaba conocer a profundidad, a fin de poder diseñar los experimentos más adecuados. Estos experimentos pasaban por estudiar bacterias, tejidos y otros especímenes biológicos donde, a través de las herramientas de la fisiología, se podían arrojar luces acerca de un camino a seguir para detener o prevenir una enfermedad.
En estos estudios postdoctorales en el viejo continente, el Dr. Hernández Cisneros tenía una misión clara, absorber como el mejor todas las técnicas experimentales de la ciencia médica francesa y europea, y traerlas a Venezuela. Su herramienta básica, el microscopio, su bandera, la búsqueda de la salud para los venezolanos mediante los métodos de la ciencia, su inspiración, una profunda fe católica que le impulsaba a practicar el amor al prójimo desde su profesión de médico y científico. Y es que Venezuela, para ese momento, necesita de los mejores médicos, con la mayor preparación y dispuestos a entregarse a la construcción de instituciones sanitarias para un país aquejado de múltiples enfermedades comunes o endémicas.
De regreso en Venezuela, en 1891, el Dr. Hernández será juramentado como profesor de la UCV por el rector Dr. Elías Rodríguez y asume la jefatura de las recién creadas, por decreto, cátedras de histología, fisiología experimental y bacteriología, esta última, la primera cátedra de este campo creada en Latinoamérica. También entrará a dirigir un Laboratorio de Fisiología Experimental y Bacteriología, absolutamente necesario para desarrollar una investigación científica sería en estas áreas. Es menester recalcar que, para enseñar ciencias, y en este caso, medicina experimental, es necesario combinar la teoría y la práctica, las clases tradicionales y los experimentos de laboratorio, un binomio absolutamente imprescindible. Sin lugar a dudas, por su contribución en este campo, el Dr. José Gregorio Hernández será considerado el padre de la Medicina Experimental venezolana.
El Dr. Hernández Cisneros era de aquellos científicos que, como hemos mencionado, no tenía miedo a la hora de manifestar su fe, su fe católica en este caso, y esto será especialmente cierto en el debate que, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX, se va a producir entre el creacionismo y el evolucionismo. Quizá este debate sea el mayor ejemplo del desencuentro entre la ciencia y la religión. Obviamente que los científicos positivistas venezolanos como los doctores Luis Razetti, Pablo Acosta Ortiz, Elías Toro, Andrés Herrera Vegas y Guillermo Delgado Palacios, van a defender la tesis evolucionista, quizá en su corriente más extrema, mientras que el Dr. José Gregorio Hernández será defensor del creacionismo, en un debate que, en Venezuela, tuvo como escenario la Academia Nacional de Medicina, especialmente entre 1904 y 1905. De más está decir que el Dr. Hernández Cisneros y sus colegas serán los fundadores en 1904 de la Academia Nacional de Medicina y de la Gaceta, una revista en la cual el Dr. Hernández publicó el resultado de sus investigaciones.
Volviendo al álgido debate, el Dr. Hernández, frente a la insistencia del Dr. Razetti, que deseaba que la Academia de Medicina tomará postura en el tema, contestó de la manera más simple pero categórica, quizá con economía de leguaje pero con la contundencia necesaria: “Hay dos opiniones usadas para explicar la aparición de los seres vivos en el universo: Creacionismo y Evolucionismo. Yo soy creacionista” (Ramos de Francisco et al., 2009). Todavía faltaba mucho para que un Pierre Teilhard de Chardin, presentara su tesis sobre la evolución general y progresiva del hombre hacia el punto Omega. Con Teilhard y San Juan Pablo II, la evolución dejará de ser anatema y se concebirá una evolución humana integral, en la cual la humanidad va cambiando, dirigiéndose hacia su fin último y cósmico, hacia el sitio que el creador le tiene predestinado.
El Dr. José Gregorio Hernández es un científico, y es un creyente, pero no cualquier científico, es un científico experimental que tenía muy claro que, a través de los experimentos, se podía alcanzar un conocimiento más concreto sobre la naturaleza. Y es un creyente, pero no cualquier creyente, era un convencido de que en las grandes verdades del Evangelio se encuentra el camino hacia la salvación y, adicionalmente, que la construcción del reino de Dios, ya desde aquí en la tierra, es posible sobre la base del amor al prójimo, a través de la caridad, viviendo en la esperanza, y en la vida sacramental, algo que en la Venezuela de hoy, imbuida en la más triste crisis humanitaria, es una verdad necesaria.
Venezuela necesita más hombres (y mujeres) con las actitudes del Dr. Hernández, dispuestos a construir una sociedad desde el humanismo verdadero e íntegro, dejando de lado toda la malicia que ha venido aflorando en las últimas dos décadas, superando esa falsa y dañina doctrina política, que tiene su expresión en un venenoso populismo, y tiene los peores liderazgos que se hayan visto desde las montoneras decimonónicas.
Al cumplirse un centenario del Dies Natalis del Siervo de Dios Dr. José Gregorio Hernández Cisneros, esperamos que su ejemplo y sus virtudes marquen la pauta, y que su proceso de beatificación finalmente alcance superar las etapas necesarias, de manera que Venezuela, un país que tanto está sufriendo, tenga en el Dr. José Gregorio el intercesor de la esperanza, junto con la venerables Beata María de San José, Beata Madre Candelaria de San José (1863-1940) y Beata Carmen Rendiles (1903-1977).
Ricardo R. Contreras
Doctor en Química. Profesor Titular de Química de la Facultad de Ciencias y Jefe de la Cátedra de Teología Comparada “Juan Pablo II” de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, Universidad de Los Andes. Miembro Correspondiente Estadal de la Academia de Mérida.
Algunas referencias consultadas y citadas
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