Por: Dr. Ricardo Gil Otaiza, Presidente de la Academia de Mérida

El miércoles en la Academia de Mérida le rendimos homenaje a Don Augusto Rodríguez Aranguren (Ejido, 1911- San Cristóbal, 1979). Confieso que conocía poco de este magnífico personaje, pero al acercarme a su vasto perfil humano e intelectual, en la ocasión de este relevante acto que como presidente me correspondió presidir, quedé gratamente impresionado de la pluridimensionalidad de su figura, que lo coloca como a uno de los grandes merideños. 
Fue Don Augusto un patriarca en el sentido literal del vocablo y desde el ámbito de la tradición judeo-cristiana, ya que en él confluyeron algunas variables de inmensa relevancia. Como padre de 12 hijos se erigió, conjuntamente con su esposa, Doña Josefina Jáuregui Olivari de Rodríguez, en centro de una hermosa e influyente familia, que ha entregado a Ejido, a Mérida y al país empresas de gran impacto social. 
Por otra parte, nuestro personaje fue un hombre sabio, de un pensamiento enriquecido con la lectura (me cuentan que todos los días se levantaba a las 4 de la mañana y se internaba en su biblioteca para acometer largas horas de oficio intelectual), que desplegó en sus más de seis décadas de vida una obra impresa traducida en diversos géneros (poesía, cuento, crónica, biografía y ensayo), influyendo con su impronta de hombre culto y conocedor de múltiples materias, en el entorno cultural, artístico y social de su tiempo histórico. 
En lo particular considero que Don Augusto fue básicamente un gran comunicador social, un hombre interesado en el día a día de su región, y esta particularidad lo llevó a fundar periódicos, a contribuir con su pluma en diversos medios, a desplegar desde su tipografía (y luego como director de prensa del Ejecutivo del estado y como director de la imprenta y publicaciones oficiales) una labor de divulgación de la cultura merideña. Sus crónicas nos relatan con lenguaje sencillo (pero bien construido), episodios y anécdotas que con su ingenio, humor y experticia, se transforman en deliciosas piezas que nos llevan a los orígenes de la entidad, y a conocer de cerca los hechos relevantes que la marcaron en su devenir histórico. 
Su bonhomía y afabilidad lo llevaron a ganarse el cariño y respeto de sus contemporáneos, que veían en él a un hombre adelantado a su tiempo, emprendedor y progresista. Fue un gran aficionado a la fiesta brava, a la buena cocina y, sobre todo, a aquello que tuviese que ver con la cultura en todas sus manifestaciones. Tengo en mi biblioteca varias de sus publicaciones: Ejido. Desde su fundación hasta nuestros días (1978), Discursos (1976) y Anécdotas merideñas de antaño y hogaño (1980), y en ellas (independientemente del género y de los fines) hace gala el autor de una prosa incisiva, impregnada de recuerdos, añoranzas y fino humor. 
Don Augusto fue reconocido en vida, al ser declarado por la Asamblea Legislativa del estado como Hijo Distinguido del estado Mérida y por la municipalidad del Distrito Campo Elías como Hijo Ilustre. Amén de recibir múltiples muestras de honor de organizaciones públicas y privadas. Pero lo más importante fue el cariño de la gente, que veía en él a un benefactor y a un filántropo. A pesar de las décadas transcurridas desde su muerte, sus amigos le recuerdan como a un prohombre, como a un ser de excepción, que supo conciliar la ambivalencia propia de quien nació para vivir a plenitud cada minuto de su existencia, pero también para servir y entregar lo mejor de su talento. 
@GilOtaiza 
rigilo99@hotmail

Una versión previa de este artículo fue publicada en el Diario el Universal de fecha 24-02-2019

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